La redistribución de ingreso; la ampliación
de derechos; el profundo cambio discursivo; la ruptura de las formulas de
control que nos impusieron durante decenios los poderes financieros
internacionales; las realidades puras y duras de un cambio de paradigma
político, esas realidades -por evidentes innegables- provocan nuestro orgullo,
y desde hace unos años no solo el orgullo de saberse en el lugar (político)
correcto, sino ese otro gusto (para muchos nuevo) del orgullo de la patria, de
la nación patria, del estado patria.
Una década, casi, va llevando esta bella
construcción, y digo bella porque de belleza estamos hablando, de la belleza,
de la elegancia, de una jugada buena -no perfecta ya que perfecto en política
es igual a quieto- sino buena, buenísima, un paso de baile ejecutado con
maestría, pensado durante muchos años, en las mesas de tantos cafés, en tantas
trasnoches anhelantes, en tantas frustraciones y desengaños como solo el amor a
la patria y a su pueblo puede dar, una jugada pensada sin jaque al rey, una
partida por el control del tablero, una tablero donde las piezas no se retiran,
sino que simplemente van lastrando las nuevas jugadas, haciendo el devenir del
juego mas lento, mas inentendible, mas profundo, y eventualmente, menos bello.
El lance temerario de ser gobierno, las
largas jornadas de crear consenso, los sapos tragados con una sonrisa, los
enojos masticados en silencio, las alegrías ninguneadas, los temores. Años de
ir de a poco sintiendo el cosquilleo de brazos dormidos que se despiertan y
actúan, el raro sentimiento de escuchar constantemente a los detractores de
ayer echarnos a la cara nuestras propias verdades de siempre como si de
inéditos descubrimientos se tratara.
Belleza negra, belleza rantifusa, belleza
plebeya, moncha, piruja. De intuir cercanos los momentos de nuestra negra
felicidad. De escuchar rantifusas palabras de los mas rantifusos de la america
piruja, de Fidel, del Hugo, rantifusos presidentes de rantifusas naciones
palmeando nuestras rantifusas y monchas espaldas.
Sueños de pizzeria que se irían cumpliendo
religiosamente, porque eramos muchos, quienes a la vez soñábamos lo mismo
frente a los últimos carozos de aceituna cuando se acababa el tinto yomería.
Sueños negros que no incluían ni heroicas justas ni contradicciones
antagónicas, ni sinergias. Sueños negros que si entendían de comida, de risas,
de canciones, de trabajo, de dignidad. Sueños negros, pirujas, uija rendija,
cabeza, bien cabeza, de que los pibes tuvieran sus anteojos y los usen en la escuela,
de que las mamás tuvieran leche y los papás -cabezones monchos y retrógrados-
pudieran bancar su casa sin que la doña labure; de que los viejos les compren
baratijas a los nietos sin tener que resignar remedios; sueños de la mersa, que
aspira a comprar una motito, para no bondiar hasta el laburo; sueños de techo
de chapas, que sueñan con unos metros de membrana; de paredes laceradas de
humedad que sufren -como madres- la falta de unos kilos de revoque; sueños de
una época en la que nuestros sueños valieran por si mismos, de un tiempo en el
que pudiéramos soñar sin la guía bienpensante del interminable ejercito de
maestras ciruela, de los higienistas por vocación, de "educadores" de
la resignación, proxenetas de a veinte pulgadas y revolucionarios profesionales.
Y entre esos rantes sueños de cabeza,
alocados sueños taura, de quien no tiene mucho mas que necesidades, soñábamos
el hospital de niños en el Hotel Sheraton, así lo soñábamos, el hospital
incrustado en el hotel, soñábamos en desalojarlos de sus palacios y dárselos a
nuestros pibes, no construir palacios para los chicos y ya (eso también claro),
sino sacarlos a ellos de sus palacios. Sacar a los blancos, a los limpios, a
los cultos, a los dueños de la riqueza y a los dueños de las verdades y los
valores, sacarlos de sus palacios y llenarlos de pañales y de mocos.
Ver en las facultades a las mamas dando la
teta, a los bebes llorando en el medio de las cátedras; ver en los ministerios
a funcionarios negros, que entiendan de verdad los problemas de ser pobre, no
por haberlo estudiado, sino por venir del barro; ver en los hospitales
ejércitos de médicos que en lugar de policías pidieran recursos, que en lugar
de trabajar de médicos fueran curadores, curanderos; maestras que prefirieran
cortarse un brazo antes de dejar a "sus chicos" sin clases. Y
militantes, militantes populares que salieran de los barrios a explicar qué y
como somos, que es lo que esperamos, porque es que trabajamos, en lugar de
niños bien con un nuevo libreto de maestra ciruela, obtenido a fuerza de horas
culo en la facultad y otras horas culo (muchas menos) en la subsecretaria de la
pindonga del ministerio de vayasaberque...
La redistribución de ingreso, la ampliación
de derechos, el profundo cambio discursivo, la ruptura de las fórmulas de
control que nos impusieron durante decenios los poderes financieros
internacionales; las realidades puras y duras de un cambio de paradigma político,
son mucho, muchísimo, pero la mersa nunca esta conforme, y quiere más...
FernandoLuis
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