Yo
tenía doce años cuando el asalto al Moncada, dieciséis cuando el
desembarco del Granma, dieciocho cuando los guerrilleros entraron,
victoriosos, en La Habana. Los hombres de mi generación hemos tenido
la suerte de coincidir, en el tiempo, con la Revolución Cubana.
Desde temprano se nos mezcló en la vida y se nos metió en el
alma.Junto a muchos millones de hombres, celebro esta revolución
como si fuera mía.
Ella
me ha transmitido fuerzas cuando me he sentido caer. Me ha contagiado
energía, día tras día, año tras año, a lo largo del proceso que
la puso a salvo de la derrota o la traición. Cuba rompió en pedazos
la estructura de la injusticia y confirmó que la explotación de
unas clases sociales por otras y de unos países por otros no es el
resultado de una tendencia “natural” de la condición humana ni
está implícita en la armonía del universo. Muchas murallas se ha
llevado por delante este viento de buena furia popular.
La
colonia se hizo patria y los trabajadores, dueños de su destino. La
mujer dejó de ser una pasiva ciudadana de segunda clase. Se acabó
el desarrollo desigual que en toda América Latina castiga al campo a
la par que hincha a unas pocas ciudades babilónicas y parasitarias.
Se borró la frontera que separa el trabajo intelectual del trabajo
manual, resultado de las tradicionales mutilaciones que nos reducen a
una sola dimensión y nos fracturan la conciencia.
No
ha resultado ningún paseo esta hazaña, ni ha sido lineal el camino.
Cuando son verdaderas, las revoluciones se hacen en las condiciones
posibles. En un mundo que no admite arcas de Noé, Cuba ha creado una
sociedad solidaria a un paso del centro del sistema enemigo. En todo
este tiempo, yo he amado mucho a esta revolución. Y no solo en sus
aciertos, lo que resultaría fácil, sino también en sus tropezones
y en sus contradicciones.
También
en sus errores me reconozco: este proceso ha sido realizado por
sencillas gentes de carne y hueso, y no por héroes de bronce ni
máquinas infalibles.La Revolución Cubana me ha proporcionado una
incesante fuente de esperanza. Ahí están, más poderosas que toda
duda o reparo, esas nuevas generaciones educadas para la
participación y no para el egoísmo, para la creación y no para el
consumo, para la solidaridad y no para la competencia. Y ahí está,
más fuerte que cualquier desaliento, la prueba viva de que la lucha
por la dignidad del hombre no es una pasión inútil, y la
demostración, palpable y cotidiana, de que el mundo nuevo puede ser
construido en la realidad y no solo en la imaginación de los
profetas.
Eduardo Galeano
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