Allá y acá
Por Eduardo Aliverti
Vale aclarar, quizá, que, aun
cuando la semana informativa local no hubiese sido lo pobre que fue, el
suscripto habría mantenido como central el tema siguiente.
Podría no haber sido que las
huestes de la CTA opositora llenaran apenas un segmento de la Plaza de Mayo a
durísimas penas, con el concurso de unos miles que más bien aportó el sindicato
de camioneros. La gran mayoría del periodismo opositor guardó un distinguido
recato frente a lo paupérrimo de esa demostración y, excepto Clarín, que en
título central de portada la adjetivó como “masiva”, recluyeron la cobertura
del hecho a lejanos puestos figurativos. Podría no haber ocurrido que
inventaran como relevante la incautación de la fragata Libertad, para azuzar
con la amenaza que representarían los fondos buitre en su persistencia de
cobrar, a como fuere, lo que no cobrarán jamás (después se supo que, en primer
término, se trataba de otra operación de prensa, montada sobre la idea de
perjudicar a Cancillería; ayer, este diario la desmontó). Podría haber sucedido
que la sociedad haya estado insomne siguiendo las alternativas de la suerte de
Leandro Despouy, un respetabilísimo radical que está al frente de la Auditoría
General de la Nación y que continuará en ese cargo, cuya pertenencia
constitucional es de la oposición; de manera que es el propio radicalismo el
que debe preguntarse a qué vino tanta poética republicana indignada, como si se
tratase de que no confiaba, ni aunque fuera, en tener un digno reemplazante
para el hombre que seguirá donde querían que siguiera. Podría haber acontecido
que, en lugar de ese inverosímil insomnio popular, las masas angustiadas
hubieran estado atentas a lo que acontece en el Consejo de la Magistratura,
para designar al juez que le conviene o no a Clarín en la disquisición de
cuándo tiene que desprenderse de los medios que le sobran. En todo caso, sí
ofrece consideración el asesinato de otro campesino santiagueño a manos del
agronegocio. Por supuesto, estos ejercicios hipotéticos en torno de a qué
podríamos habernos dedicado, si no fuera que el escenario importante es el que
es, tienen el único sentido de juguetear con el semblanteo de la semana.
Digamos que es un vicio y hasta obligación profesional, antes de entrarle a lo
que verdaderamente nos interesa.
Desde Caracas, hace tres meses,
cuando viajamos a cubrir antes una realidad global que el proceso electoral
propiamente dicho, dijimos en esta columna: “Uno tiene la seguridad de que el 7
de octubre se juega bastante más que el resultado de unas elecciones
venezolanas. En medio del proceso que vive Sudamérica, con tantos tintes
esperanzadores y con tantas amenazas externas en consecuencia, que Venezuela
afirme su rumbo tiene incidencia continental. Como este periodista escuchó por
aquí, si falla Venezuela será que fallamos todos”. El periodista repasó aquella
nota del 9 de julio pasado, que hoy suscribe línea a línea. Ese “todos” del
cierre no necesitaba el subrayado de que remitía a quienes apoyamos, con
algunas reservas pero mucho mayores entusiasmos, el impensado clima de cambios
que vive el subcontinente a sólo unos pocos años del huracán de derechas. Se
encargaron de ratificar la magnitud del concepto, de ese “todos”, los que
transcurridos estos meses –y en particular durante las jornadas inmediatamente
previas al domingo pasado, y también en las siguientes– trabajaron por la
derrota y caracterización de un Chávez dictador como batalla decisiva para
empezar a dar vuelta la página.
No pudieron. La prensa opositora
de nuestro país y los dirigentes políticos que comanda no fueron los únicos que
se encargaron de depositar sobre el líder venezolano cuanto escarnio quiera
imaginarse. En casi toda Latinoamérica pudo advertirse que esos sectores
tomaron la elección venezolana como una cuestión de vida o muerte ideológica, o
muy poco menos. Pero entre nosotros esa tensión alcanzó límites casi
desopilantes. La diferencia, por innumerable vez, es que quienes abrevamos en
el respaldo a estos procesos incompletos pero socialmente inclusivos no usamos
disfraz de independencia, ni de ascetismo, ni de liberalidad denunciativa sin
mirar a quién. En cambio, los que viajaron a Venezuela desesperados por ver
triunfante a Capriles; los que ignoraron una de las manifestaciones de masas
más imponente que se recuerde, a favor de Chávez y sin el más mínimo espacio
para chucear con la extorsión del choripán, la Coca y los planes sociales; los
que estaban listos para denunciar fraude, a pesar de que la propia Casa Blanca,
entre su silencio y sus referentes, había anticipado que no existían oportunidades
de trampa alguna; los que mintieron a sabiendas con sus citas de encuestas
amainadas; los que se gastaron hablando de “empate técnico” para borrarse
olímpicamente apenas corroborado el contundente triunfo de Chávez; los que se
guardaron en el lobby del hotel para entrevistar a quienes dieran cuenta de la
asfixia chavista, sin animarse a pisar ni de lejos los cerros y los barrios
populares; los que de vuelta sufrieron un largo 55 por ciento en contra para
recién entonces preguntarse en qué se equivocaron o qué no quisieron ver...
todos ellos terminan siendo víctimas de sí mismos, de su falta de honestidad
ideológica, de su careta de imparciales. Si hay algo que en la actualidad tiene
a su favor la izquierda, el pensamiento progresista, o como quiera llamársele,
es la falta de categoría de la derecha. Son tan burdos, tan pagados de sí
mismos no se entiende a base de qué, tan explícitamente elementales, que debe
celebrárselo. Si fueran más inteligentes tendrían algún grado de autocrítica
bien vestido. Reconocerían que hay vida más allá de mentar clientelismo,
negrura ignorante, aparatos propagandísticos como si ellos no tuvieran a
disposición los más potentes. No quieren, y no quieren porque no saben ni
quieren saber. Asumir que están equivocándose sería sinónimo de enfrentar un
conflicto capaz de dejarlos desnudos. Cargarían con la penuria de reconocer que
no es la afectación económica a sus privilegios lo que está en juego sino dos
aspectos, profundamente complementarios, cuales son sentir que les joden sus símbolos
y la repulsión por tener abajo a gente que subió un poquito. Lo primero
sencillamente es correcto, pero lo segundo expone con crudeza su ontología de
clase. Es decir, el odio por el odio mismo.
Cristina, en su discurso más
reciente, recordó una tesis que –apreciada de manera escrupulosa– en realidad
la interpela con dureza, a ella misma, acerca de la profundidad de su modelo.
Simplemente insistió con que los ricos vienen ganando más plata que nunca, con
esta experiencia estatalista que los acaudalados y sus aspirantes tanto
denuestan. Por lo tanto, prosiguió en otros términos, la bronca frenética que
expresan algunas porciones de la sociedad no se relaciona con sus bolsillos. Se
corresponde con el ingrediente cultural de sentirse furiosos porque no hay, no
perciben, la certeza de que la negrada no siga teniendo ampliación de derechos.
O mero asistencialismo progresivo. Tan inolvidable como el “vengo acá por la
inseguridad y otra cosa más que no me acuerdo”, vertido por una caceroluda en
la última marcha, vale el “no puede ser que le hayan dado un terreno a mi
mucama” (escuchado y registrado en la misma procesión). No estamos diciendo que
haya una lógica estrictamente binaria, por la cual sólo desfilan con sus
cacerolas gentes con personal doméstico al que adjudican favoritismo de
injusticia distributiva. Pero sí que el imaginario del odio y el resentimiento,
a grandes rasgos, pasa por ahí aun entre muchos de quienes no son más que un
clavo enmohecido.
La gente que representa a esa
gente, desde los medios periodísticos y sus coros dirigenciales, fue la que
quedó afuera del “todos” tras el resultado de la elección venezolana. Se
creyeron o autoimpusieron que el todos consiste en su nosotros. No es que eso
sea completamente impropio, porque uno también refiere al “todos” en la primera
del plural. Pero: con la salvedad de que no se ignora que enfrente hay algo que
merece estar ahí, enfrente. Y a la inversa: los que ahora andan llorando porque
Venezuela les dio al revés, con una distancia de más de un millón y medio de
votos incuestionados, tras 14 años dirigidos por ese autócrata satánico de
Chávez, supusieron o quisieron convencerse de que enfrente no hay otra cosa que
algo despreciable.
Así les fue y les sigue yendo.
Allá y acá.
Que es lo mismo.
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