Texto completo del Grupo Carta
Abierta, 25 de agosto de 2012
1.
El actual gobierno mantiene una
diferencia que se hace notoria cuando crece la espesura de hechos que son
portadores de cierta turbación y ambigüedad. Pero en las innumerables tensiones
de la hora, permanece siempre un sentido decisorio ligado a un círculo efectivo
de protección de las grandes reformas introducidas en la vida social, en la
economía de los sectores populares, en las acciones que involucran al Estado
asumiendo responsabilidades colectivas indelegables. Y, desde luego, en el
tejido de la memoria nacional, como lo demuestran los juicios que siguen
ensanchando las fronteras de la democracia activa, hijos del hiato que
significó la decisión de que los símbolos del terrorismo de Estado caigan de
las paredes del Colegio Militar en donde superponían la historia aciaga del
pasado con las historias nuevas que debía vivir el país.
Así, el kirchnerismo es un
implícito y explícito sentido de la historia basado en el igualitarismo
político, social y de género; en el desarrollo nacional compartido con nuevas
políticas ambientales, lo que aún debe perfilarse con vigor e imaginación
nueva; en la modernidad basada en críticas pertinentes a la globalización; en
el autonomismo de los movimientos sociales, aun cuando entre ellos y el Estado
todavía deben generarse posibilidades más ricas de interrelación; en la
promoción científica y técnica bajo el doble resguardo de la soberanía nacional
y la autonomía del pensamiento crítico; en un latinoamericanismo activo que se
inspire en los legados más que centenarios y pueda concretarse en el siglo XXI
en nuevas sociedades mancomunadas sobreponiéndose a las acciones
desestabilizadoras que son un acecho permanente, como lo demuestra el caso del
Paraguay. Y tantos otros hechos, operantes en la memoria pública, que no se pueden
oscurecer por los tropiezos y obstáculos que se ciernen en el horizonte. Pero
el kirchnerismo es también una actuación posible, necesariamente creativa, en
un mundo capitalista en quiebra, que como decían viejos y respetables escritos,
surge y crece con sangre entre sus poros, arrastrando a los procesos populares,
muchas veces, en su ordalía de decadencia y servidumbre.
Brecha, pausa, fisura, hendija,
diferencia. Quedémonos con esta última palabra, aunque las demás son parecidas.
En todos los casos se desea significar la figura de una innovación en la
espesura de hechos, y como se ha dicho, de una peculiaridad irreductible que
subsiste en el movimiento político que gobierna el país a pesar de que se lo
quiere ver inmerso en el manejo de arbitrariedades, como disuelto en retrocesos
y pequeñas maniobras de subsistencia. Decir diferencia presupone una fórmula
para volcar los hechos hacia la percepción de las novedades, que los hace
distinguibles a pesar del cúmulo de incidentes circunstanciales y con apariencias
contradictorias con el significado que los origina. Es que el kirchnerismo, en
primer lugar, es un modo de tomar decisiones bajo el acoso de severas
circunstancias políticas. Hay en la Argentina un rompecabezas que no se descifra con
los conocimientos clásicos, aunque muchos de sus tramos son sabidos. Continúa
entre nosotros la tarea de desfondar el núcleo principal de creencias que
selló, hace casi una década, la voluntad de revertir en el país los daños
inferidos por una revolución conservadora indefendible, aunque sus consignas
destructivas todavía se resistían a salir de escena luego de la formidable
crisis del 2001, como lo prueba la votación del 2003, donde Menem aun ocupaba
el primer lugar y el no muy conocido Néstor Kirchner el segundo. Para percibir
lo que mencionamos como desfondamiento o violentación, basta leer los diarios,
porque en ellos está la noticia y también el ariete que las recrea a la manera
de un bonapartismo mediático.
¿Cómo se produce el permanente
quebrantamiento de la institución gubernativa a partir de los procesos
contemporáneos de la justicia y del bonapartismo mediático? Podemos ver que
bajo el acoso de un impresionante aparato comunicacional se emplean estilos
profundamente corrosivos. Toda inmediatez es promovida como si no hubiera
diferencia entre las ocurrencias desdichadas en una sociedad compleja
–accidentes varios, hechos de sangre, vulnerabilidad de derechos, todos los
sucesos lamentables de la vida injusta, que no han desaparecido de ninguna de
las grandes metrópolis mundiales, incluso las nuestras– y lo que podríamos
llamar la Culpa
Estatal. Tan sólo los que insisten machaconamente con que la Presidenta no distingue
entre su vida privada y los asuntos públicos son quienes presentan la imagen de
una sociedad quebrada por la inseguridad, la corrupción y la inflación. Para
mostrar esta tesis, una batería de imágenes de situaciones de criminalidad se
encarga cotidianamente de privar de contextos y de marcos explicativos
singulares a acontecimientos que parecerían emanar de un gran hueco donde las
vidas están en peligro constante y la responsabilidad de todo ello recaería
sobre el Estado.
Todo gobierno de raíz popular hoy
está en riesgo y debe partir de esa premisa. Y para disminuir esos riesgos sólo
vale acentuar y promover un sentido de realidad tan efectivo e histórico, como
empírico e intelectual. Este reclama una nueva visión crítica de los modos
comunicacionales que no sólo por ideología y voluntad, sino también por su
configuración tecnológica, encarnan una suerte de gobierno de las almas, donde
se infunden las nociones fundamentales de miedo, el primitivismo justiciero del
vengador y el pensamiento descartable y rápido, basado en golpes pulsionales
que anulan toda mediación entre sociedad e instituciones. No se trata de negar
la existencia de problemas, pero todos ellos, pasados por los tejidos
conceptuales y redes mediáticas, adquieren un estatuto fantasmal, son
generalizables como juego inmediatista de las conciencias, infundiendo un
sentido de ciudadanía aterrorizada, dispuesta –frente al abismo conceptual que
se les presenta– a darles sustento a ideologías de mano dura, securitistas,
planes de ajuste, pedagogías del pánico; en suma, derechización de las
sociedades.
Contra eso nos expresamos y
luchamos. Sabemos que para atacar al gobierno, se ataca la diferencia que
encarna. Y para eso se recurre no apenas a los grandes mitos comunicacionales
de la vida segura y purificada –mito despolitizador, pues sólo la política
pública y colectiva puede dar seguridad democrática a las poblaciones sin
artificializar las formas de vida–, sino a enviar sus arietes de izquierda a
las zonas de superposición con los grandes aglutinantes de la globalización
–por ejemplo, la política minera, que aún no cuenta con suficientes resguardos en
cuanto a las exigencias ambientales y, más todavía, a las exigencias de vida de
las comunidades cercanas a los establecimientos extractivos–, sabedores de que
allí hay tareas incumplidas, definiciones que deben transitarse. Pero al
señalarse que se está frente a un gobierno que sostiene esquemas económicos
atravesados por las dificultades de la hora, los grandes medios han decidido el
esfuerzo máximo de travestismo. Mientras acusan al gobierno de apócrifo,
deciden ser de derecha cuando atacan los horizontes avanzados en cuanto a las
políticas de derechos humanos; deciden ser de izquierda cuando atacan las
políticas extractivas; deciden ser lo contrario de lo que fueron en el 2008
cuando en el 2012 sugieren una sojadependencia; deciden ser libertarios cuando
atacan a los periódicos oficiales por ser “pautadependientes”, abandonando como
una ilusión adolescente su situación real de ser los grandes medios de
comunicación que, a su vez, son empresas del capitalismo internacionalizado,
siempre dispuestas a asociarse a las causas más retrógradas del vasto mundo.
Todo, con tal de atacar la
diferencia, aquello que hace del kirchnerismo una instancia que se sitúa en el
terreno de la decisión nueva. Nueva por guardar el espíritu de cambio de
generaciones anteriores, nueva porque navega en las aguas inciertas de una
humanidad sometida a poderes coercitivos e inhumanos, y preserva el hilo
esperanzado de una sociedad con derechos y libertades redescubiertos para
innovar las prácticas políticas. La lucha por mantener y ampliar la brecha está
a la orden del día. No se ha oscurecido esa diferencia por la serie de
obstáculos que surgen transversalmente de las afueras y del propio interior de
ese movimiento político, si lo definimos como colector de amplias modalidades
del ser político, tal como se ejerce en los partidos populares argentinos. Ante
ello, son necesarios nuevos procedimientos, o la conciencia de nuevos
procedimientos que eviten que la distancia de hecho y de derecho producida
respecto de la política tradicional sea devorada por esa misma política
tradicional que tiene a su disposición toda clase de máscaras para su oficio de
desfondamiento: máscaras de moralidad abstracta y de izquierdas que no son
lúcidas ante la paradoja.
Una nueva derecha quiere que se
olvide que lo que da fuerzas a esta experiencia contemporánea es el modo en
que, desde sus comienzos, se ligó a la idea de resistencia en los ’90, a las
movilizaciones sociales inaugurales del siglo XXI y a las tenaces luchas por la
memoria y por los derechos, para entonces sumergir la diferencia que organizó
el espacio político de esta década. Lo suyo es el aplanamiento cultural a las
formas más establecidas de un optimismo comunicacional y sentimentaloide, la
legitimación de políticas de criminalización social ejercidas por policías
bravas que siguen utilizando la tortura como brutal método represivo, la
despolitización enunciada como horizonte de la gestión estatal, la realización
de medidas de contención social sin vocación transformadora. Se erige,
explícitamente, como alternativa de un tipo de concepción de la política que es
conflictiva porque se pretende transformadora, que es reapertura de problemas
porque se sabe disruptiva, que por muchos momentos parece apenas balbuceada
pero porque no renuncia a su propia invención.
No puede haber, para nosotros,
continuidad entre la experiencia política de la que somos parte y esa nueva
derecha que quiere erigirse como heredera. Porque si apoyamos la ley de medios
es también porque debatimos el formato bajo el cual se forjan subjetividades a
la orden de la sociedad del espectáculo. Porque si habitamos el presente con
angustia y entusiasmo es porque no creemos que el horizonte pueda ser definido
por una idea de felicidad colectiva centrada en el consumo y en la reproducción
del capital. Porque si hacemos política es porque vemos, en la escena
contemporánea, los intersticios a expandir no sólo para la reparación de los
muchos daños que vivió nuestro pueblo, sino también para la creación de formas
de vida emancipadas. Nada de eso persistirá si triunfan aquellos que quieren
acotar el kirchnerismo a una etapa casual del peronismo, transitoria y
renunciable, declarando sucesores naturales a las derechas internas. Lo que
está en juego no es poco. Y no se trata de una oscura disputa de poder sino de
la posibilidad de que lo sucedido y lo realizado no sea liquidado por los
agentes de la repetición, ni conjurado por las fuerzas –múltiples y extendidas–
del conservadurismo argentino, presente tanto al interior como fuera de la alianza
electoral triunfante.
La situación en el movimiento
obrero organizado deja en evidencia el enorme retraso que existe en el campo
nacional y popular con respecto a superar viejas modalidades de organización
corporativa y de connivencia con las patronales que hoy se transforman en un
lastre para el proceso que vivimos. Durante décadas se amasó en Argentina un
modelo de sindicalismo que si bien defendía, en algunos casos, los derechos de
los trabajadores que representaba, al mismo tiempo fue constituyendo lógicas
empresariales en su interior y cercenando alternativas. De allí el nombre de
“corporación” que se ha arrojado a la discusión pública. Si la actual hora
argentina es, como creemos, de profundas transformaciones, y si está en juego
la democratización de cada vez más esferas de la vida social, entonces lo que
alumbra este conflicto es la posibilidad de modificar las antiguas
organizaciones sindicales. Hoy necesitamos de la participación de los
trabajadores, representados democráticamente, en la convocatoria a discutir la
participación activa en la construcción conjunta del proyecto nacional.
La ruptura de un sector de la CGT con el gobierno, y su
sorprendente alianza con la derecha, contrasta tanto en prácticas sindicales
como en posicionamientos políticos con la experiencia que expresan los gremios
nucleados en la CTA
que conduce Hugo Yasky. A esta constatación no son ajenos ciertos sectores de
la clásica central obrera, pero su rol minoritario diluye las posibilidades de
incidir en los grandes trazos de la política que se construye desde Azopardo.
En el mundo sindical, las viejas
conducciones no pueden admitir que la incorporación de más de cuatro millones
de jóvenes trabajadores al circuito productivo acentúe la urgencia de un modelo
sindical distinto, con democracia interna y mayores libertades de actuación y
representación. La actual legislación no ha podido impedir la fragmentación
política de las estructuras tradicionales, ni garantizar que alguno de esos
fragmentos sea genuino apoyo para el proyecto que gobierna la Argentina desde 2003. La
ruptura de su alianza con el gobierno no acredita, para Hugo Moyano, el papel
que tampoco pueden acreditar para sí aquellos que claman para sucederlo.
La crisis del viejo modelo
sindical seguirá siendo una atmósfera propicia para el conservadurismo y la
reacción si no es superada con la promoción de leyes que garanticen la plena
participación de los trabajadores, que establezcan métodos transparentes de elección,
que ilegalicen los procedimientos y prácticas que naturalizan el fraude y la
proscripción de listas opositoras, que aseguren la incorporación y
representación de las minorías y que, en definitiva, preserven la autonomía
sindical y la plena libertad de agremiación.
En esta escena el juicio y
castigo a los culpables materiales e intelectuales del asesinato del joven
Mariano Ferreyra, cuyo principal acusado es José Pedraza, constituye un inédito
hecho contemporáneo que, paradójicamente, surge de un reclamo social, de las
actuaciones estatales y de los giros político-culturales profundos de la etapa
política, más que de una impostergable revisión del propio sindicalismo en
crisis. Un antes y un después quedará sellado por el resultado de este juicio en
el que no puede quedar habilitada ningún tipo de impunidad.
Por eso insistimos: son
necesarios nuevos procedimientos, porque la diferencia que el kirchnerismo
encarna está a la vista. Como ciertas constelaciones, en el agitarse de los
días, a veces se ve más nítida y otras no, se balancea entre las zonas
penumbrosas de un país difícil para las grandes transformaciones. Para los que
hace mucho entienden qué es lo que está en juego, es precisamente por eso –por
la diferencia, que es la forma de la esperanza– que lo atacan.
2.
Si algo se viene construyendo
como identidad del proyecto en despliegue es lo democrático-nacional-popular.
La frase no es un cliché, pues está abierta a la vida cotidiana, a las clases
sociales productoras, a los intelectuales de todas las corrientes que
interpretan con pluralidad de estilos las necesidades de un cambio
civilizatorio. Lo recorrido desde el 2003 instituyó a la autonomía financiera
como raíz de la política económica y también de la propia cultura de esta etapa
histórica. Desendeudarse y ser libres para formular nuestros planes, establecer
nuestra fiscalidad, direccionar nuestro crédito, manejar nuestra moneda,
disponer de nuestras reservas, controlar los movimientos del capital
especulativo, evitar la fuga de divisas. Una libertad que, articulada con
valores patrióticos, resiste las imposiciones de las hegemonías mundiales, de
amarrar con una lógica unívoca las institucionalidades nacionales,
naturalizando un pensamiento único con un lenguaje hecho de palabras que hoy las
mayorías populares perciben como penurias, mientras ellos las pronuncian como
dogma de la virtud: mercado, ajuste, austeridad, clima de negocios. La nueva
época fomentó el renacer de la industria y el vigor del consumo popular, lo que
hubiera sido imposible sin el reencuentro de la economía y la política, de la
mano de las decisiones distributivas.
El tránsito de años y de
esfuerzos ha dejado una marca en la conciencia y la sensibilidad popular: no
hay vuelta atrás, no se atará más el destino nacional al capital financiero
internacional y sus préstamos usurarios. Ser dueños de lo nuestro conduce a
otros debates y objetivos peliagudos: definir el proyecto de país, de
estructura productiva, de diversificación sectorial, de innovación tecnológica,
de modelo extractivo, de articulación en la integración regional; nada de esto
puede ser agenda del mercado ni de decisiones de corporaciones oligopólicas,
sino una cuestión de ciudadanía. Así, la determinación del ingreso de
inversiones extranjeras reclama ser involucrado en esa esfera, con la
discriminación estatal de cuáles son virtuosas y cuáles son innecesarias e
indeseadas.
El ingreso indiscriminado de
inversiones extranjeras vivido en otras épocas de nuestra historia significó
desarrollismo sin desarrollo, restricción externa en lugar de aporte genuino de
divisas, dependencia y no autonomía de la tecnología, estructura económica
deformada cuando se la requiere integrada, polarización social que frustraba el
anhelo de justicia distributiva, acentuación de las brechas entre regiones que
conspiraba contra la unidad nacional. No hay proyecto de desarrollo conducido
por una plétora de inversiones extranjeras descontroladas y con destinos
errantes. Así, entre un desarrollismo mercantil y un proyecto nacional de desarrollo
hay un abismo. El segundo necesita de un plan ejecutado por los liderazgos y
representantes populares, apoyado en la participación social, y su conducción
descansa en la dinámica de un bloque social diferente.
La nacionalización de YPF es un
hito hacia la conquista de la autonomía económica. Junto al Correo, AYSA, la
estatización de la administración de los fondos previsionales, Aerolíneas
Argentinas, son decisiones políticas que revierten la descalificación que sobre
la capacidad empresaria del Estado introdujo, en el sentido común popular, la
hegemonía neoliberal. La subsistencia de ese prejuicio es un lastre, una rémora
del desprecio por la política, un residuo del elogio de lo privado sobre lo
público. Recuperar –revitalizado, mejorado y corregido– ese papel del Estado es
vital para profundizar los cambios. Por eso, todo error en la conducción de la
gestión estatal, toda desidia o interés particularista en este ámbito, revista
una doble gravedad, la que significa en sí misma, y lo que carga en ella como
desprestigio de la llave maestra de la reconstrucción popular: la
democratización operativa del ámbito de la acción colectiva pública, encarnada
en sus instituciones estatales para las cuales ser mejoradas es su obligación
inherentemente ética y política.
Sin esa recuperación resulta
imposible contrapesar la extranjerización heredada del neoliberalismo, uno de
los ejes principales para la apropiación de los activos y su renta nacionales
de la globalización financiera. La
YPF previa a la nacionalización, la administración y el
estado de las concesiones ferroviarias con sus episodios trágicos y los
comportamientos oportunistas en la fuga de capitales son muestra acabada, por
sus falencias, limitaciones y degradaciones, de la ausencia de una gran burguesía
nacional que pueda jugar –por sí– ese rol. Más productivos y justos resultarán
esfuerzos en apoyo y fomento del despliegue de un empresariado mediano ligado
al empuje de mejoras en la productividad, a la redistribución de ingresos y a
un destino propio comprometido con la suerte del proyecto. De la misma manera,
deberán seguir profundizándose los esfuerzos por sostener y ampliar las
experiencias de economía social que hoy recorren el país más allá y pese a la
invisibilización a las que son sometidas.
El abordaje de la cuestión
minera, que se entrecruza en los mismos nudos problemáticos, no puede resumirse
en un productivismo que omita que toda producción es un acto social
responsable, ni por una concepción purista de la naturaleza que omita que es el
trabajo humano el que la transforma en habitable; sólo que la habitabilidad
colectiva regida por el trabajo debe hacer de éste un núcleo que albergue por
igual las grandes funciones de la tecnología y las conquistas del pensamiento
crítico, según las cuales toda relación social, y toda relación del hombre con
la naturaleza y sus dones, es en última instancia de carácter ético. Por eso se
demandan justamente enfoques integrales que contemplen tanto la explotación de
riquezas con potencia generadora de divisas, como el cuidado del ambiente y la
integración de cadenas productivas que eliminen la lógica de persistentes
economías de enclave, en las cuales la explotación se reduce a extraer y
exportar minerales sin una doble mediación: tanto la mediación industrializadora
autónoma como la mediación ética ambiental, de interés de los pueblos, no sólo
los que habitan las regiones afectadas por esa explotación, sino de las
naciones en su conjunto. Nada mejor que el ejemplo de YPF para avanzar hacia
una minería sustentable aceptada por los pueblos a través de eficaces
mecanismos de consulta: una empresa nacional que tenga centralidad en el
desarrollo de la actividad y cuya racionalidad exceda la acotada mira de la
eficiencia basada en la rentabilidad de los grupos oligopólicos.
Esa centralidad y revitalización
de las instituciones del Estado es requerida también para revertir el deterioro
producido por años de reacción conservadora en el sistema de salud. Sistema
fragmentado, ineficiente e injusto, resultado de los sucesivos e intencionados
golpes destinados a destruir lo público y dejar el campo libre a la voracidad
del mercado. Y aunada a una noción de derecho a la salud, pero en igual
relevancia a la expansión de derechos civiles que hoy atraviesa el debate
público, se presenta la necesidad de legalizar el aborto y haciéndolo de
alcance libre y gratuito, salvando vidas que por condición social no acceden
hoy a intervenciones adecuadas, y realzando el derecho a la maternidad por
sobre la servidumbre de la mujer.
3.
Una de las palabras que todos los
pueblos aprenden a pronunciar con prudencia es la palabra tragedia. En este
caso podemos decirla. La verdadera hecatombe económico-social internacional que
proviene de la crisis de la financierización construye un momento trágico de la
historia contemporánea: destrucción de servicios públicos que devienen en la
desatención de derechos económicos y sociales; organismos internacionales de
crédito interviniendo como policía financiera para garantizar las acreencias de
los bancos en las periferias europeas; Estados nacionales del centro del mundo
puestos al servicio de los intereses de las entidades bancarias de sus países;
emisión desenfrenada de divisas para el salvataje de las ganancias y los
capitales de los especuladores.
Personajes mediocres gobiernan
potencias como sombríos espantajos que balbucean lenguas susurradas, cuando no
directamente dictadas por el poder financiero, y emiten discursos que reclaman
mayores ajustes y penurias a los pueblos y regiones mundiales ya acosados por
la globalización del capital bajo una implacable estrategia especuladora,
mientras los propios esquilmadores se solicitan a sí mismos la continuidad de
las políticas que condujeron al desastre. Ni una luz, ni una idea, ni un asomo
de inteligencia estratégica en las entrañas de un poder mundial cada vez más
tentado y familiarizado con las lógicas de la impunidad. Impunidad de las
guerras injustas, de los ajustes despiadados, de los racismos, de las fronteras
para los pobres y el internacionalismo para los capitales. Se está
construyendo, ante nuestros ojos, un destino que bordea un sentimiento
aterrador, con nuevas formas de vigilancia mundial, operaciones clandestinas e
intervenciones militares que provocan lo mismo que dicen querer combatir,
rediseñándose en las sombras un nuevo código penal sigiloso que
internacionaliza puniciones, regula su misma ilegalidad e introduce en el
propio campo civilizatorio nuevas formas de violencia disciplinadora, que
incluye acciones militares selectivas que no quieren abandonar la conciencia
humanista de Occidente, por lo que se consuelan creyendo que son acciones de la
razón los más bárbaros atropellos contra la condición humana. Por eso,
nosotros, también actuamos para rescatar un legado filosófico y moral, que aun con
sus renunciamientos y deficiencias, todavía puede construir un destino
colectivo basado en libertades irreductibles y consideraciones últimas de la
razón política inspiradas en las raíces de autodeterminación que tiene toda
vida colectiva.
La crisis que hoy se vive es una
concurrencia compleja de discursos, sistemas y políticas. Es la evidencia de un
fin de época de retrocesos servidos con palabras edulcoradas que velaban la
realidad mientras subterráneamente el proceso avanzaba hacia el actual
desastre: fin de la historia, globalización, aldea global. La idea que pudo ser
generosa de una humanidad intercomunicada a través de sus mundos de vida puede
quedar en manos de monopolios mediáticos que operan una forma de gobiernos
sobre los pueblos, sostenida en el terror subjetivo, el miedo al futuro, el
abismo de la historia que solo impondría un refugio en el oscuro placer de la
sospecha, en una sociedad del espectáculo que en vez de hacer crecer las artes
visuales con el recurso de las tecnologías vistas desde su lado emancipatorio,
las ofrecen como circuitos de control de los símbolos de éxtasis, dándole una
mísera resolución a la cuestión de la representación, el juego y la felicidad
pública.
Como herida expuesta queda la
característica estructural de la época y su actual desemboque: la hegemonía del
capital y su despliegue revanchista contra el trabajo, manifestada en una
redistribución regresiva del ingreso que facilitó la expresión extrema de la
contradicción entre producción y consumo. Sin riesgo para esa hegemonía, el
capital apuesta a una mayor financierización y dramáticos recortes de derechos
humanos a los pobres. Una ruta a la barbarie. Sin embargo, las luces frente a
las tinieblas del mundo central asoman en la periferia. La más prometedora, la
más desafiante, la más transformadora es la de la nueva América latina y el
Caribe, que en la situación mundial actual se constituye en lo que podríamos
denominar un bloque de resistencia contra la barbarie.
El concepto de barbarie fue
solicitado en múltiples ocasiones para juzgar las paradojas de la historia. Se
lo usó para visualizar lo extraño o lo extranjero, aun cuando fuese portador de
virtudes que no encajaban en la mochila de los vencedores. Ahora, como un envío
de los tantos sacrificados por culturas políticas que cometieron el profundo
error de sentirse superiores solamente por gozar del imperio de la fuerza,
surge de los horizontes latinoamericanos un dictamen que viene de lejos y se
escucha de múltiples maneras: la lucha contra la barbarie implica revisar
historias, construir conceptos nuevos que en la maraña de horas de violencia
que vive el mundo, rescate nociones arcaicas de libertad creadora con los
lenguajes de una modernidad de los pueblos, que muestre que no cortar el hilo
de la memoria es lo más avanzado que pueda ejercerse en materia de liberaciones
políticas, intelectuales y artísticas.
Vaya paradoja de nuestros
tiempos, reminiscentes como siempre de otros que se presenciaron en el pasado,
y que sólo divergen de estos porque la astucia de la historia ha cambiado uno o
dos nombres propios; los voceros de esa Europa que parecía ilustrada e
inclusiva, cuna de todas las artes y las ciencias y de toda protección social,
no trepidan en calificar de populistas a gobiernos democráticos latinoamericanos
que han vuelto sus miradas a procederes más ajustados a los deseos y
necesidades de sus pueblos. He aquí que si el voto en Latinoamérica y el Caribe
está menos “bancarizado” y responde más aproximadamente a lo que necesitan sus
indigentes y sus pobres, si crea trabajo en lugar de destruirlo, si sus
empresas son más controladas por los Estados y los créditos bancarios se
inclinan hacia los pequeños y medianos emprendimientos en lugar de como
siempre, a oligo y monopolios, es porque los acogió el demonio. Pero el pacto
con el diablo, gran fábula literaria de todos los pueblos, y que diera tanto en
Europa como en Latinoamérica obras literarias ejemplares, desde Goethe hasta
Guimaraes Rosa, puede interpretarse hoy como una nueva alianza entre ejércitos
tecnológicos y tecnologías financieras, la que usurpando la libre decisión de
los pueblos, da curso a una nueva camada de administradores de emergencia que
suponen que las poblaciones agredidas canjearán su futuro entrando en las
nuevas burbujas del ilusionismo en el nombre de lo que ya no puede pensarse a
sí mismo: el capitalismo mundial, en todos sus aspectos.
Consideran honorable gesta atacar
a numerosos gobiernos latinoamericanos, con la rara persistencia de un
bombardeo continuo, porque se les ha ocurrido dar pasos hacia la autonomía de
los países centrales. Estos herejes han decidido crear y fortalecer la Unasur y crear la Celac –una renovada región
con expansión de derechos y nuevas formas sociales y económicas– inspirados en
las mejores tradiciones independentistas y patrióticas. Las diatribas son
feroces y odiantes. Más aún cuando provienen de los medios de comunicación de
la propia América latina que les son afines y los partidos locales de
oposición. Evo Morales en Bolivia, Correa en Ecuador, Dilma y Lula en Brasil,
Néstor Kirchner y Cristina Fernández en la Argentina , Hugo Chávez en Venezuela y Mujica en
Uruguay, tienen la gran oportunidad, aun en sus diferencias, para mostrar que
las fuentes de la democracia que conciben como la mejor forma de organizar la
sociedad implica una noción crítica frente a los que consideran que las
naciones libres ya son artificios, meras superficies inventadas como efecto de
los grandes negocios, tráficos clandestinos y dominio irracional de la
naturaleza.
El más claro y reciente ejemplo
de esta capacidad de la región es la sanción al gobierno ilegítimo que desplazó
a Fernando Lugo, acrecentada con la decisión inmediata de incorporar Venezuela
al Mercosur. Este hecho, que convierte a la región en la quinta potencia
mundial, es la más dura derrota asestada a la diplomacia y a los servicios de
inteligencia norteamericanos desde que el ALCA fuera liquidado en Mar del Plata
en 2005.
Por eso es necesario preguntarse
si este momento argentino y latinoamericano que se desenvuelve alrededor de los
principios de la libertad, la justicia y la dignidad de los pueblos está en
riesgo. ¿Es diferente este momento a otros, ya superados, donde se puso a
prueba lo que se estaba logrando? Esta pregunta habita en los que han tomado la
decisión de colocar sus esfuerzos alrededor de los principios legítimos que
animan estos gobiernos de la transformación. No hay dubitación en nuestro
apoyo, que se mantiene activo precisamente porque la pregunta por el riesgo, al
hacerse, obtiene respuesta afirmativa. Si hay riesgo, que lo hay, hay redoble
de la circunstancia solidaria con los gobiernos democráticos de la región. Por
eso tomamos la palabra junto con nuestro pueblo, que busca, recuperando
antiguas memorias y experiencias, atesorar en sus manos el destino colectivo,
cuando pasa del uno aislado al múltiple, contradictorio y expresivo, diletante
y combativo, crítico sin razón o con fundamento, que habita en el corazón de
toda realidad. De ese pueblo somos parte. Este es el que ha decidido estar, en
su mayoría, junto a nuestro gobierno, porque la historia marca su lugar.
Desde los ’70, cuando todo
nuestro continente hervía en los pueblos movilizados por una historia diferente
de la que labraron durante décadas la alianza entre las oligarquías locales,
los grandes multimedios y los representantes de los intereses norteamericanos,
la lucha dejó miles de muertos, cuya memoria destella como reclamo incesante
por la justicia. En los ’90 el carnaval alegre del salvaje capitalismo festejó
el triunfo de los poderosos y el de la miseria económica y moral de los
pueblos. Aunque no es la historia esa mochila cargada con anécdotas y fechas,
actos heroicos y traiciones, frases célebres y olvidadas, nombres de hombres
que figuran con los datos del vencedor y del vencido. Hay una historia que se
repite y vuelve a lo mismo. Pero hay otra, la que nos muestra lo que se repite
en la historia cuando esta repetición proviene del futuro, y conservando lo más
innovador, el acontecimiento del pasado, introduce una diferencia que resitúa
ese acontecimiento, le da dimensión y sustancia, lo convierte en poder para
realizar esas transformaciones que se pusieron en juego y fueron derrotadas.
No es una cuestión casual, aunque
admite porciones importantes de anomalías en lo que nunca es el trazado lineal
de una historia. Algunos, como Néstor Kirchner, pusieron en juego la capacidad
de captar el momento y hacer lo necesario para la reparación del olvido que
había caído sobre el pueblo, para recuperar la política como arma de transformación.
No haremos el recuento de lo logrado y que se continúa, sin duda, en lo que
Cristina Fernández produce en medio de las inclemencias de la hora y que es la
continuidad histórica de una posición, de una decisión que transforma las
luchas de los ’70 en un accionar sin tregua por la igualdad, la justicia social
y económica de este tiempo, convirtiendo las heredadas utopías en el poemario
laico y complejo de la acción popular. La entrada de cientos de miles de
jóvenes a la política anticipa el rostro del futuro, porque sin una
movilización masiva, en los momentos necesarios, queda sin soporte un proyecto
que busca aún su tono, sus palabras justas, en medio de decisiones que tomadas
siempre en tiempo de urgencia han cambiado la manera y la intensidad de la
discusión política en el país.
Si hablamos de riesgo sin mordaza
alguna, sin ningún condicionamiento a nuestro apoyo irrestricto a este proyecto
popular, es porque el bloque del poder tradicional puede aparecer como vencido,
pero simplemente posterga, hasta encontrar el momento adecuado para golpear
sobre estas jóvenes democracias populares. En nuestro país lo intentaron con la Resolución 125, y no
pudieron. Pero han logrado voltear, utilizando los recursos cínicos del
republicanismo constitucional y en nombre del rescate de la propia democracia
de las manos de sus supuestos pervertidores, la incipiente democracia paraguaya
e instalaron, nuevamente, en Bolivia, la idea de un golpe contra el presidente
Morales. Como si de una recurrente pesadilla se tratase, la instalación en
Mariscal Estigarribia, Paraguay, de la base militar de los EE.UU., con 1500
marines con inmunidad diplomática y un aeropuerto donde pueden aterrizar sus
gigantescos aviones, recuerdan la evidente injerencia norteamericana en tramos
aciagos de una historia no tan lejana que reclama de nosotros, y de nuestros
gobiernos, el estado de alerta y denuncia que garantice la continuidad de los
proyectos democráticos populares.
Pero sabemos que este escenario
no es todo. Hay debates que nos corresponden a nosotros, como argentinos. La
potencia imperial es previa a sus representantes, a las alianzas históricas con
ese sector que representa lo inmóvil de la historia y más aún, el lánguido
reclamo de retroceso de lo tanto que se ha logrado en la Argentina en estos años
de gobierno popular. Ese sector nunca se dará por vencido. En la defensa de sus
intereses, que radica fundamentalmente en sus tasas de ganancias. Por esto, es
necesario afirmar, continuar, debatir, la lógica y hasta diríamos la epistemología
que haga imposible ese retroceso del país, respecto del avance formidable de
estos últimos años, con la única arma posible: profundizar, corregir, proponer,
movilizar.
Por otra parte, los pueblos y los
gobiernos de Suramérica son navíos en la tormenta que asumen la responsabilidad
de rediseñar las magnas normas para que coincidan con los procesos de
transformación que suceden en varios países de la región viabilizando, en
algunas de esas experiencias populares, la eventual continuidad democrática de
liderazgos cuando estos aparecen como condición de esta inédita etapa regional.
Ello configura un “momento constitucional”, apropiado para ligar las
transformaciones en curso y el andamiaje legal. No se trata de imponer normas,
sectorizar gobiernos, arbitrar en causa propia en cuestiones de grave
significación institucional, sino de pensar en forma completa el decurso de una
historia. Si las formas más relevantes de los cambios deben ser protegidas, un
armazón novedoso de normas debe legislar a una escala constitucional admisible
y nueva las relaciones entre el Estado y la sociedad, entre la producción y el
consumo, entre la economía y la política, entre la república y la nación, entre
los derechos particulares y los derechos sociales.
Es posible que no se resista a
utilizar la fácil calificación de nombrar el fenómeno como “constituciones de
última generación” por la obviedad imperiosa de aparecer como nuevas, pero
conviene descubrir y destacar que lo que las distingue es tanto el proceso que
las genera como las definiciones con que rediseñan a las naciones. No se trata
del antiguo constitucionalismo que lanzaba sus dictámenes luego del crepúsculo,
luego de que las guerras terminaran y permitieran que “el búho de Minerva
alzara vuelo”, sino que ahora el propio saber constitucional es parte de las
acciones políticas reales. El proceso que aquí se desea es envolvente, popular,
participativo, no se reduce a la mera emisión de un voto eligiendo a los que en
la situación serían los constituyentes. El mandato se cuece en un intenso
debate democrático y masivo, en algún caso entremezclado con innovaciones más
sensibles de las formas de representación.
Un nuevo cuerpo normativo,
realizado y sostenido por un sujeto constituyente popular, debe establecer una
barrera antineoliberal, en el reconocimiento de la multiculturalidad, la
reconstrucción de la geometría del Estado, la inclusión de nuevas formas de
propiedad, el dominio nacional-estatal de los recursos naturales, la protección
del ambiente humano y natural, el reconocimiento de la salud como derecho y la
responsabilidad del Estado para ofrecer respuestas integrales a la necesidad de
salud de las poblaciones con eje en servicios públicos, el respeto a la
heterogeneidad lingüística del territorio nacional, las relacionales
colaborativas entre sociedad y Estado: en suma, el reconocimiento de áreas que
requieren un gran debate imprescindible.
¿Cómo no reconocer que Argentina
necesita una nueva Constitución? El proceso de transformación en curso que en
nuestro país reconfigura la nación es parte del fenómeno que recorre
Suramérica. Y este fenómeno, sea que atraviese momentos de bonanza como de
riesgo, merece una altura constitucional diferente. Esta es nuestra convicción
y nuestro compromiso.
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