Comenzamos esta carta –que a la
vez es un llamado– con la fácil comprobación de cómo han avanzado, de qué
recursos se valen y cómo se realizan los crecientes procesos de deslegitimación
del Gobierno. El estadio siempre presente de lo político, si bien no suele ser
el más hablado, es el de la creencia colectiva, la libre opinión emancipada del
tejido social. Hay un tono diario que tienen el hombre y la mujer de la calle
para expresar en un sistema sabido de signos rápidos, sus opiniones sobre la
relación de los hechos colectivos con sus propias perspectivas vitales. Como
sabemos, son la forma más profunda y también menos formalizada de las opciones
políticas. Creencias en estado de insinuación, que suelen llamarse humores o
estados de ánimo, nombres imprecisos pero elocuentes, en cuyo otro polo suelen
estar las elucubraciones más exigentes, el cálculo de los políticos y el modo
real en que operan las fuerzas sociales y económicas.
Estamos hablando del basamento
efectivo y crítico en que se enraíza todo gobierno, el sustento de la
verosimilitud del vivir común en un sociedad, las hipótesis que nos dejan
entrever que no hay miedo en la convivencia, que hay esperanza en la vida
pública y argumentos, por más que puedan ser apenas borroneados, en la esfera
manifiesta de las acciones democráticas. Revistiendo tanta importancia el
núcleo de creencias públicas que son siempre cambiantes, pero no impiden
revelar una viga maestra de donde toda comunidad viviente extrae el concepto de
lo justo, hasta cierto punto es lógico que sean ellas las primeras atacadas.
Ellas deben ahora encontrar sus propias lógicas expresivas ante el avance
impiadoso de una narrativa mediática que apunta a deslegitimar, bajo la forma
de un relato brutal, lo recorrido desde mayo de 2003. Para producir el ataque
buscan sus símbolos evidentes, las palabras que ciertos ritos, ingenuos o
profundos, señalan como el lugar de la creación de mancomuniones sociales. Es
lógico, decimos, que quien desee perjudicar de modo extremo esta conjunción
ciudadana donde se encuentran las instituciones visibles y la vida cotidiana,
las políticas públicas y las realidades del trabajo, la actividad persistente
de las más diversas militancias, dirija su hostilidad a los cimientos
formadores de la adhesión que se congrega en las capas de la población que
sostienen una experiencia singular de cambios sociales. ¿Qué cambios? Los que
implican que por primera vez en la historia nacional se discutan aspectos de la
organización del Estado y la sociedad, de la Justicia y los medios de
comunicación, con sentido emancipador y no restrictivo o portador de
coerciones. Se trata, después de muchos años, de darle a la idea de justicia
una dimensión que logre articular lo que siempre fue prolijamente separado por
los poderes económicos: la libertad y la igualdad. Contra la apertura inédita
de estas dimensiones fundamentales de la vida social es que se dirigen estas
acciones profunda y visceralmente desestabilizadoras no sólo de la continuidad
de un proyecto transformador sino, también, destinado a incidir insidiosamente
sobre el sentido común de una parte significativa de la sociedad que es
capturada por ese discurso destructivo y hostil de cualquier forma de
convivencia democrática. De las cloacas del lenguaje se extraen los argumentos
que, más allá de cualquier prueba, son presentados como la verdadera cara de un
gobierno supuestamente atrapado en su propia red de venalidades y corrupciones.
Ya no importan las diferencias políticas o ideológicas, tampoco los modelos
económicos antagónicos, lo único que le interesa a esta máquina mediática
descalificadora es sostener un bombardeo impiadoso y constante que no deje nada
en pie.
Pero entonces, con menos pruebas
que arietes dirigidos a mansalva, ausentes los fundamentos del uso de la
prueba, la investigación, el juicio sobre las leyes y el mismo andamiaje legal
del país, se considera todo ello fruto de un espíritu despótico, de jefes
políticos que se prepararon toda una vida para llegar a la función pública
mandando agrandar los cofres familiares mientras pronunciaban palabras como
impuesto a la renta agraria o asignación universal por hijo. Nuevamente la
impostura pero ahora justificada por un ansia desenfrenada de enriquecimiento.
La oscura figura del avaro, la brutal construcción del “judío” con los
bolsillos llenos de dinero que supo desplegar el antisemitismo exterminador, el
relato de fabulosas bóvedas rebosantes de oro y de billetes se convierten, como
en otros momentos de nuestra historia en la que gobiernos populares fueron
derrocados por ominosas dictaduras, mediante la estética del más consumado
amarillismo periodístico, en santo y seña de una oposición que busca destruir
no sólo un gobierno, sino la propia legitimidad de la política. Todos los
recursos de esas estéticas televisivas y de la ficcionalización disfrazada de
realidad son movilizados por quienes buscan horadar a un gobierno que, por
primera vez en décadas, cuestionó injusticias y desigualdades, tramas
monopólicas y abusos de poder de quienes siempre se sintieron los dueños del país.
Quieren sembrar la duda en el interior de la sociedad. Buscan emponzoñar una
realidad que ha sido transformada en un escenario por el que desfilan políticos
corruptos, valijas llenas de dinero, oscuros entuertos financieros, prebendas
nacidas del afán pantagruélico de quedarse con riquezas fabulosas. Atacan no
sólo al kirchnerismo. Su objetivo es más amplio: apuntan a destituir cualquier
posibilidad de que la política sea un instrumento emancipador.
Pero si se discute la Justicia es
porque finalmente una comunidad arribó a la discusión de lo más profundo que
hay en la Justicia: lo que se halla en las pausas internas de sus articulados,
en la manifestación misma de las figuras del derecho, que es lo que aquí
llamamos lo justo. El intrínseco actuar común en torno del diferendo que se
resuelve con argumentos y el pensar sobre los otros. Lo justo es la alteridad
de nuestra propia vida ofrecida como prueba de que ella misma debe introducirse
en esos domicilios del pensar común sin hacer excepciones a favor de uno mismo.
Lo justo también como una práctica que, al mismo tiempo que reconoce al otro y
a su diversidad, también se afirma en la distribución más igualitaria de los
bienes materiales y simbólicos. Lo justo no como retórica de lo nunca realizado
sino como evidencia, más que significativa a lo largo de esta última década, de
un proceso de transformación social que no sólo vino a reconstruir derechos
sociales y civiles sino a poner en cuestión la hegemonía de aquellos que
condujeron al país a la desigualdad y la injusticia. Eso es lo que no perdonan
ni aceptan. Contra eso dirigen todas sus baterías mediáticas y sus golpes de
mercado.
Sin embargo, los ataques a lo
justo comienzan siempre en los lugares más sensibles, que son donde se
equilibran el deber de los funcionarios con la organización de un formidable
sistema para repartir cuotas perseverantes de sospechas o suspicacias respecto
de su probidad y acciones regidas por lo que convenimos en llamar ética
pública. Esto ocurrió en todas las épocas, porque no es de hoy el
descubrimiento de que la ética pública es menos un decálogo de virtudes que un
sistema de símbolos de enorme fragilidad que tiene su domicilio último en el
empleo consistente y verídico de la palabra pública. No sabríamos decir, ahora,
si las enormes maquinarias para horadar a los cuadros dirigentes de un país han
excedido, por un lado, lo que ocurría en épocas pasadas, cuando eran las
grandes crisis económicas, los procesos interminables de inflación –como en la
Alemania de los años ’20–, los ámbitos de incerteza que hacían que todo lo
sólido se evaporase en el aire. Sí sabemos que están dispuestos a empeñarse a
fondo, sin ahorrar ningún recurso, para descalificar a un gobierno que ha
puesto el dedo sobre la llaga del poder hegemónico en el país; de un gobierno
dispuesto a doblar la apuesta abriendo brechas antes inimaginables en el
interior de una sociedad que parecía entregada al saqueo de todas sus
esperanzas.
Una época de cambios en una
perspectiva democrática y popular implica un orden de credibilidades públicas
donde no sea la prepolítica del miedo la que dirija la economía sino la
economía la que se inserte como acto inherente a las figuras explícitas del
argumento político. Los pronósticos de las crisis capitalistas como los que realizara
Rosa Luxemburgo en 1913 o las graves desidias comprobables que se notaban en la
esfera pública en las épocas que llevaron a terribles guerras siguen siendo
aleccionadoras. A estos eventos, que denominaríamos crisis objetivas de los
sustentos de los regímenes representativos parlamentarios, se les agrega ahora
el proyecto de originar un descalabro en las figuras públicas que son emblemas
de gobiernos populares y le dan su forma de aglutinamiento, especialmente
fijadas en su nombre. Lo que antes era la consecuencia de la debilidad de
regímenes parlamentarios que fueron sistemáticamente carcomidos por la
ampliación de la crisis económica y el avance de las derechas fascistas hoy ha
mutado en una prédica seudomoralista que busca deslegitimar a gobiernos democrático-populares
utilizando los recursos, antiguos, de la denuncia serial y el fantasma de la
corrupción. No ha habido en el pasado ni en la actualidad un solo gobierno
popular que no haya recibido las descargas de esa seudomoralina autoproclamada
como el último bastión de la verdadera república siempre amenazada por los
populismos. Una simple y rápida revisión del papel de ciertos medios de
comunicación en nuestra historia, al menos desde Yrigoyen en adelante,
permitiría poner en evidencia la falta de originalidad de la actual campaña
desestabilizadora que se viene llevando a cabo en nombre del “periodismo
independiente”. Otro tanto comprobaríamos con sólo echar un vistazo a lo que
ocurre en otros países de la región en los que los intereses de la derecha se
complementan perfectamente con el funcionamiento de los grandes medios de
comunicación. Nunca ha sido tan clara la intervención desestabilizadora de la
máquina mediática puesta al servicio del establishment económico-financiero. Un
lenguaje surgido de las letrinas amarillistas y de las gramáticas del golpismo
histórico se despliega con virulencia insidiosa desde las usinas del poder
mediático que han dejado de apelar a cualquier tipo de argumentación para
desencadenar, una tras otra, una batería de rumores, mitos urbanos de
enriquecimientos olímpicos, denuncias indemostrables articuladas con una
colección de personajes que van de los lúmpenes del jet set vernáculo a una ex
secretaria despechada.
Se funda entonces una maquinaria
de horadar, que por supuesto no es nueva y que incluye muchos antecedentes en
el pasado inmediato de la cultura social de Occidente, y especialmente de
nuestro país. Indirectamente aludimos a la caída de la República de Weimar que
dejó abierto el camino para el ascenso del nazismo al poder, pero también a los
climas previos fomentados por agencias operativas de los intereses
derrocadores, en el caso del gobierno de Arbenz –en Guatemala– y del candidato
Gaitán –asesinado en Colombia en plena campaña electoral–, desde luego, siempre
con climas en la prensa donde se hace cabalgar con mayor o menor grado de
ingenio a los jinetes del Apocalipsis, pero con actos donde de repente se abren
los enrejados de infinitas acusaciones de los ámbitos conservadores, de cuyas
tinieblas puede emerger el revólver donde habita, como dueño del argumento
seco, el disparo final. En nombre del saneamiento moral de la república se
abrieron las compuertas para los peores regímenes dictatoriales. En nuestra
realidad sudamericana, en ese mismo nombre se busca terminar con los proyectos
de matriz popular y democrática que comenzaron al final de la década del ’90
con Hugo Chávez en Venezuela y que se continuaron en Brasil, Argentina,
Uruguay, Bolivia y Ecuador, signando un tiempo extraordinario en la historia de
un continente dominado y sumergido en la pobreza y la desigualdad por aquellos
que siempre hablaron en nombre de la moral pública. En su nombre avanzó el
golpismo en Honduras y Paraguay.
Estamos en tiempos diferentes,
pero en los cuales una sutil forma de golpismo opera todos los días bajo el
amparo de los nuevos estilos de escenificación, agrietamiento y cancelación de
las creencias sociales. Ejemplos de esta actitud no son difíciles de encontrar
en la historia de nuestro país. La campaña del diario Crítica en los años ’20
es un ejemplo característico y debe estudiarse en todas las escuelas de
comunicación social. Más allá de la figura, curiosa e interesante en su
excentricidad, de Natalio Botana, el diario salía con sus martillos cotidianos
a perforar creencias cívicas con ejemplos resonantes de corrupción,
ineficiencia, extravagancia del gobernante (la senectud de Yrigoyen) y la
asimilación de sus partidarios al Ku Klux Klan. Hombres sinceros de izquierdas
y derechas –que precisamente se congregaban también en la redacción de Crítica–
adoptaban estas manifestaciones de ingenio metafórico del diario más popular, a
fin de no sentirse expropiados en su conciencia si caía al fin y al cabo un
gobernante llamado inepto –llorado pocos años después, en ocasión de su
fallecimiento, por millones de argentinos, muchos de ellos embargados en un
tardío y comprensible arrepentimiento–. Por cierto, estas corrientes
subterráneas cuyo índice sísmico es la inmediatez del cuadro económico (la
Argentina ha salido de crisis profundas, pero atraviesa conocidos problemas:
para el primer caso no conceden reconocimientos, para el segundo ausentan toda
clase de comprensión), operan como corrientes que siempre han actuado como
terreno ya roturado para las aventuras contrainstitucionales, aunque pasan
muchos períodos dormidos a la espera de sus irrupciones cíclicas en la historia
nacional. Hoy regresan tratando de cerrar un tiempo argentino caracterizado por
el avance poderoso de políticas de reparación social. Van en busca de la reconstrucción
de sus privilegios y, para ello, no dudan en movilizar tanto los recursos de la
espectacularidad televisiva como la complicidad de una oposición carente de
ideas propias. La sombra del revanchismo social, esa que conocimos en 1976 y
que acabó instalándose con el menemismo, se yergue como una amenaza contra
todas las corrientes populares y progresistas y no sólo contra el Gobierno.
¿Comprenderán los genuinos demócratas que de triunfar la alquimia de vodevil
mediático, intereses corporativos, gestualidad antipolítica y neogolpismo
especulativo, lo que nos espera será nuevamente el vaciamiento de la vida
institucional democrática y el retroceso social? ¿Entenderán que lo que está en
juego es la propia idea de la política como instrumento emancipador? El aliento
fétido de la regresión neoliberal sale de la pantalla impúdica los domingos a
la noche.
No actúan con pruebas ni
documentos irrefutables. Están antes de la prueba y el documento, en esa faja
indocumentada (no que no los tengan en sus identidades propietarias, puesto que
son los que más los poseen) respecto de qué es, qué fue, qué termina siendo un
ciclo histórico en la Argentina. No actúan en nombre de lo justo, sino de una
peripecia espiritualmente de las más complejas, llamando justicia al desequilibrio
social que actúa a su favor, y llamando golpismo a lo que haría el Gobierno, a
fin de justificar lo que con vergüenza en el decurso de los tiempos muchas
veces terminaron acompañando, esto es, sus propios llamados golpistas sin
precisar pronunciar ese mismo nombre. Lo hacen con la facilidad llamativa de
haberse convertido en pobres comediantes de las derivas fatales de militares
golpistas y ministros de Economía que revestían de argumentos nacionales un
fatídico arte para la depredación de los recursos financieros, energéticos y
económicos de la nación. Son actores de un relato que afirma la condición
autoritaria y hasta dictatorial del Gobierno para generar las condiciones de
una irrevocable restauración conservadora. Son quienes sin sonrojarse hablan
desde sus editoriales de “terrorismo simbólico de Estado” utilizando la tribuna
que se benefició del terrorismo real que durante la terrible dictadura de
Videla le dio forma a la apropiación de una empresa que acabó en las manos de
quienes construyeron el monopolio del papel para diarios en Argentina. El
cinismo y la mentira como instrumentos de esa moral republicana que dicen
defender.
Estas porciones no siempre
pequeñas de la población han aguardado en sus reductos sentimentales, con su
arte de mascullar formas de opinión que hacen al juego normal de la democracia,
pero son multitudes disconformes de su propio lenguaje democrático, que no
dudamos que lo tienen, pero como posesión particularista, sin animarse a
definir lo democrático como lo justo y lo justo como la contingencia donde hay
que decidir a favor del bien público siempre. Por eso tiene también el exceso
respecto de ese lenguaje, una sobra inabsorbida por sus corazones que, por
motivos no siempre incomprensibles, dudan sistemáticamente y a priori de las
medidas sociales progresistas y reaccionan cuando perciben tropiezos, que es
evidente que los son, que son sometidos a un sistema de magnificaciones e
hipérboles donde todo es escandaloso y falso. Nada más impropio que a un país
lo dirijan falsarios enmascarados. ¿Se precisaba el magno folletín que contara
esta historia fantasmal con castillos draculianos y llamados telefónicos a
carpinteros infernales que construyeran bóvedas, criptas o cúpulas salidas de
un relato de Edgar Allan Poe, que los carpinteros de la utilería televisiva
tratan de remedar entre risotadas?
El impulso dramático que tienen
estos métodos, que proviene del uso central de los medios de comunicación más
entrelazados con una receptividad indignada (por razones ni siempre justas ni
siempre injustas), pero que opta por una escena de truculencias que remiten a
la clásica acusación del golpista que ve el origen de su insondable rencor en
el supuesto golpismo de los otros. No admite ser un agente explícito de la
libertad de expresión mientras dice que no la hay. Y así llega a instalar, como
si sobre una entera ciudad se colocara una red de semáforos perfectamente
coordinados, unas fuertes denuncias a la corrupción a través de técnicas
folletinescas viejas y modernas. La espectacularización de las noticias en
general exime de pruebas pero no de un monologuismo sostenido por escenas
cómicas e imitaciones con propósito degradante, bien diferentes a la genuina
crítica que los artistas del humor e ironía les han dedicado a los gobernantes,
desde los tiempos del periódico El Mosquito, que actuó hace ya un siglo y medio
en la política nacional.
¿Vivimos en sociedades sin
corrupción? Esto no es posible afirmarlo. Pero es posible decir que la
corrupción más importante –si este concepto ganara en tipificaciones jurídicas
antes que en amorfas descripciones de comedia musical– es la que ocurre en las
grandes transacciones capitalistas en materia de estructuras financieras
ilegales, circulaciones clandestinas, excedentes que pertenecen a rubros
invisibles de la acumulación de sobreprecios, instancias implícitas de
gerenciamiento de dineros privados considerados como mercancía de las
mercancías en pequeños países que no es que tengan sistema capitalista, sino
que el sistema capitalista los tiene a ellos. Cuando la política se convierte
en un engranaje subordinado que implica un eslabón implícito de remuneraciones
de la circulación financiera, estamos en una sociedad que posee sólo formas
democráticas ficticias. Esa es la aspiración de quienes están por detrás de ese
denuncismo desenfrenado, ésa es la escritura que elabora los guiones del
neogolpismo folletinesco. Su aspiración no es lo justo, su estrategia busca
erosionar a quienes lograron cortar la hegemonía indisimulada de aquellos que
convirtieron, durante décadas, al país en una agencia del capital financiero.
Se llaman noveleramente paraísos
fiscales, con un eufemismo sorprendente, a formas nacionales o territorios
sostenidos por una suerte de ilegalizada legalidad en el alto capitalismo.
Nuestro país es soberano, y sus problemas económicos y sociales, que no son
pocos ni desconocemos, del mismo modo que señalamos los logros de esta década,
sus ámbitos de discusión, que deberían ser más amplios y sus falencias en el
debate público son evidentes –sólo pensar en el nombre de la etnia qom basta
para ejemplificar muchos otros casos– no puede limitarse a enlatados de
televisión con novelas seriales de grosera comicidad, donde se filman casas de
funcionarios –aunque es cierto que hay que ser austero– y misteriosas cajas
fuertes –es cierto que salidas de la imaginación de alguien que vio las formas
físicas en que se representan el poder en películas como Batman o James Bond–.
Sólo en novelas de Ian Fleming las cajas fuertes, los documentos públicos, las
bolsas de dinero están en las cajas fuertes del poder, pues ésa es la
representación empírica y prejuiciosa de lo que es abstracto y no mediato. Del
poder sabe bien Goldman Sachs o los grandes financistas que pueden desencadenar
guerras sin tener siquiera un bóveda debajo de la escalera de su casa.
Pero sabemos que este conjunto de
palabras apunta a erosionar la figura pública de un ex presidente, en una
acción que se torna una respuesta de music hall para problemas que merecen otro
tratamiento. La marejada política del país llevó a la ley de medios, ésta a la
necesaria reforma judicial, ésta a la consideración de la vida cotidiana bajo
la normativa de lo justo, ésta a la nacionalización de numerosas empresas
públicas, y todo esto debe llevar a nuevos estilos de discusión, donde en vez
de verse los Dragones del Apocalipsis escondidos tras cortinados donde
defienden con arbitrios y trompetas bíblicas sus cajas empotradas, hay que ver
un gobierno que atraviesa distintos momentos y distintas dificultades, todos
propios de la vida pública compleja, mundial y nacional, y cuyas explicaciones
son más que obvias, por más que muchas medidas no se perciban totalmente
eficientes. Pero lo cierto es que, una vez más, no lo atacan por lo que hizo
mal sino por todo aquello, ya consignado, que ha significado un cambio notable
y positivo en la vida del país. Lo atacan, y esto más allá de los errores y de
los aciertos en esta larga batalla política, porque saben que la continuidad de
este gobierno amenaza, como nunca antes, sus privilegios. Lo atacan, hasta la
náusea y utilizando todos los recursos a su alcance, por haber reinstalado, en
nuestra sociedad, la idea de que lo justo no constituye una quimera
inalcanzable o una reflexión académica, sino la práctica posible de un proyecto
sostenido en los principios de la igualdad y la ampliación permanente de
derechos. Lo atacan porque Videla murió en la cárcel y porque propone, con más
costos que beneficios, que la Justicia puede y debe ser reformada.
Sin desconocer problemas, sin
admitir que se violente la dignidad de la función pública, sin aceptar que bajo
una cita de Jefferson o Madison se nos diga que no entendemos de los
ordenamientos judiciales, que son producto de sociedades historizadas y no
paralizadas por sus clases poseedoras, sin argumentar con excepciones vigentes
sólo hacia nosotros mismos, todo ello nos habilita a señalar a una prensa que
primero le dice golpista al Gobierno –como se lo dijeron a Yrigoyen para
después poder golpear ellos– sin pretender que las instituciones están al
margen de una vivaz discusión cotidiana, hacemos un llamado a quienes siguen
formando en la consideración hacia este gobierno a pesar de su dificultades
–que llamamos a discutir– y de las izquierdas democráticas a quienes llamamos a
deliberar sobre la base de un mismo sentido común: el sentido de lo justo,
madre de las inclinaciones históricas hacia un latinoamericanismo emancipado,
una economía y tecnología sin agresiones al medio ambiente y un sector
progresista de la sociedad que sin dejar de criticar a la corrupción, como
nosotros mismos lo hacemos, no haga de este concepto una sentencia visual de
jueces autoerigidos, de togados mediáticos donde en vez de pruebas necesarias,
que lleven a prisión a quienes sea necesario, como en el caso Pedraza, sirvan
apenas para la tarea menor de ser coadyuvantes de una comedia desestabilizadora
que nos introduzca a una nueva tragedia argentina.
Pero también destacamos, con el
mismo énfasis, que en la semana en que se cumplen los primeros diez años de
este gobierno somos testigos de un país que ha logrado reencontrarse con
aquello que se había extraviado, primero en la noche oscura de la dictadura y
después bajo la impunidad neoliberal, y que fue recuperado por la voluntad de
ese mismo hombre al que hoy buscan caricaturizar como si fuera el arquetipo del
avaro y custodio de bóvedas donde se guardarían riquezas fabulosas. Nos
referimos a un país que vuelve a colocar en el centro de sus disputas y debates
las cuestiones fundamentales de la igualdad y de lo justo. Una década en la que
la reconstrucción de la política se transformó en una de las claves decisivas
para volver a soñar con un país más justo, libre y emancipado. Eso es lo que
está en juego en esta hora preñada de dificultades y desafíos. Ellos, los
inspiradores de tanto odio, lo saben: es ahora cuando tienen que golpear
despiadadamente. Nada más horroroso, para su visión alucinada, que la consolidación
y la ampliación de un proyecto que vuelve a hacer visibles a los invisibles de
la historia. Eso, nada más ni nada menos, es lo que ha estado y sigue estando
en disputa en esta década atravesada por cambios notables y nuevos desafíos
que, eso pensamos, deberían, siempre, ir en busca de una sociedad más justa.
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