Les dejamos la contratapa del
pagina12 de hoy con una joyita de ese grande que es Sasturain
Sedaka & Juan Ramón,
candidatos
Por Juan Sasturain
El tema del voto a partir de los
dieciséis años dispara una serie de cuestiones. En principio, porque no es un
número asociado naturalmente –en nuestra cultura– a un escalón de maduración
detectable en términos intelectuales o de responsabilidad. Siempre, para eso,
nos hemos regido o sometido por los indicadores de pares contiguos: catorce y
dieciocho. Recuerden, sobre todo, las ejemplares calificaciones
cinematográficas, que marcaban (siempre por la negativa: prohibido para) esos
límites o, mejor, esas escalas de desarrollo.
Los dieciocho, además, eran una
cifra etaria tradicionalmente asociada a la consolidación de la virilidad, y
con ella todos sus roles, por entonces casi exclusivos del género. Acaso sería
por la Libreta que posibilitaba el voto, tal vez por el acceso al registro de
conducir, tan vez por el ingreso posible a la carrera de las Armas, tal vez por
la última legislación de la colimba obligatoria. Claro que eso ha cambiado y se
ha diluido la exclusividad masculina que asociamos a los 18, pero sin duda que
algo queda.
Por el contrario, las tres cifras
intermedias (quince, dieciséis y diecisiete) aparecen más vinculadas por lo
general a otra cosa y al otro género: la plenitud o, al menos, el despertar de
la plena femineidad. La fiesta de quince es cosa de chicas, Violeta Parra
siempre quiso volver a los diecisiete y, finalmente y para lo que nos interesa,
los idealizados dieciséis tienen toda una mitología de iniciación femenina. En
fin, ya se sabe: las mujeres maduran antes y todo eso.
Por eso no es casual que el tema
del anticipo por dos años del acceso al voto le haya despertado, a la
experiencia colectiva de los más veteranos y reactivos, un montón de
referencias cristalizadas en la memoria mediática desde bastante más atrás que
las últimas décadas. Sobre todo, en mi caso y el de muchos, la fácil referencia
a los míticos “sweet sixteen” –los “dulces dieciséis”– de las canciones de
comienzos de los sesenta, con las versiones del ambiguo Neil Sedaka en el
original yankee y en la traducción castellana del incombustible Juan Ramón.
Hemos bailado con esas tremendas cursilerías, y las tarareamos todavía
culposos, si nos aprietan los botones adecuados.
Así, inconscientemente, los
dieciséis están asociados a fiesta ingenua, asalto, tocadiscos, grititos y
empujones nerviosos, lentos leves aprietes, chicas charlando en el baño y
varones fumando a escondidas en el patio. Cualquier coincidencia de aquellos
dulces dieciséis con las tapas de los LP de refrescos musicales patrocinados
alevosamente por la Coca-Cola no es casualidad.
Está claro que aquellos dieciséis
–los míos, por ejemplo– no son éstos. Y supongo que está muy bien que así sea.
En aquel ’62, cuando yo tuve esa edad, tras el inmediato derrocamiento de
Frondizi, no sólo no votaban mis “sweet sixteen”, sino que no votaba nadie, y
al año siguiente la mayoría de los argentinos tampoco pudo elegir lo que quería
por la proscripción electoral del peronismo.
Así –habiendo votado una sola vez
antes de los 28 años– pienso que está muy bien lo que se viene: más democracia.
Ojalá que redunde en mejor democracia, que es otra cosa. Pero sin duda que no
va a empeorar porque voten más. Los argumentos cautelosos o simplemente
retrógrados que se esgrimen para dudar de la conveniencia de ampliar la base electoral
no van a la cuestión básica, que es anterior y contigua: lo jodida/podrida que
está nuestra política de partidos, la oquedad de las propuestas alternativas al
proyecto de país en marcha y, sobre todo, la subestimación del electorado al
someterlo, a ojos vista, a las más alevosas estrategias marketineras. Así les
irá, de cualquier forma, con más o menos votantes sólo concebidos como
“clientes por seducir”.
Siempre hay que confiar. Ya se ha
señalado que muchos de los que no quieren que los pibes voten son los mismos
que aceptarían bajar la edad de imputabilidad. No va por ahí la cosa. Sobre
todo si pensamos que los de hoy no van a votar a Neil Sedaka ni a Juan Ramón:
lo que nos decían, ya no les dice nada. Y no hay por qué pensar que comprarán
boludeces, como suponen los que siempre han concebido a los jóvenes como
mercado de consumidores voraces y dóciles.
Y vamos, todavía.
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