Les dejamos, con mucho dolor, la
despedida de Verbitsky al gran Leonardo Favio http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/subnotas/207207-61074-2012-11-06.html
Adiós, Chiquito
Por Horacio Verbitsky
Temía estar solo en ese momento,
pero no fue así. Terminó de apagarse poco después del mediodía, tomado de la
mano por sus afectos más íntimos.
Hace dos meses, cuando la Cámara
de Diputados le entregó un premio, Leonardo Favio, tal vez nuestro mayor
artista popular, me pidió que lo acompañara. Fui porque el premio se lo daban a
él y él fue porque el premio se llamaba Néstor Kirchner, quien le devolvió la
felicidad por las transformaciones que puede producir la política y que para
tantos llegó como una sorpresiva primavera. Le cautivaba Cristina y estaba
orgulloso del homenaje que ella le tributó hace unos años. Como muchos, sentía
como un privilegio haber llegado a vivir este presente.
Si el Chiquito te pedía algo era
difícil negarse. Cuando me invitó al estreno de su última obra, Aniceto, le
dije que no me sentía cómodo en esa situación social. Pero me insistió hasta la
intriga. Para colmo me hizo sentar entre Fito Páez y los bailarines de la
película. No había dónde esconderse. Al entrar al cine me dijo que quería
hablarme cuando se encendieran las luces, como si supiera que planeaba
escaparme un segundo antes de eso. Recién al final de la proyección entendí por
qué me obligó a quedarme. No creo haber hecho nada para merecer que me dedicara
el Aniceto, aunque él sentía que siempre estuve cuando me necesitó, desde
aquellos años de mate con bombilla en la terraza en que me contaba escena por
escena cómo sería su próxima película. Soy uno de los que le dijeron que no era
una locura volver a filmar El romance del Aniceto y la Francisca con bailarines
en vez de actores. Uno diría, ¿y qué podía importarle lo que pensara un tipo
que entendía tan poco de esas cosas? Le importaba, porque era un creador tan
grande como inseguro. Su cine y su música se basaban en la intuición,
alimentada en el universo de su infancia y hasta su último proyecto inconcluso
tiene que ver con eso, el pantalón cortito con un solo tirador y el mantel de
hule. Pero como cineasta además era un obsesivo que medía y pesaba cada detalle
hasta la exasperación y al Tano Stagnaro le hizo hacer cosas con el color que
hoy parecen fáciles con el digital pero que entonces eran una proeza. Rita Hayworth
decía que las únicas joyas de su vida eran las dos películas que filmó con Fred
Astaire. Yo atesoro el guión, las indicaciones de escenografía y el disco con
la música del Aniceto. Mañana quiero volver a leer ese texto y las líneas con
que me lo mandó, así como hoy escucho sus canciones, de las que decía que
“perdurarán mucho más allá de nuestras sombras”, por las que “me recordarán al
momento de empacar para no volver”, aunque al mismo tiempo se definiera como
“un compositor rasante, de tono y dominante”.
Desde los shows de su juventud
siempre hablaba de la muerte, con una idea de la trascendencia que en los
últimos años lo acercó a una experiencia mística de Dios y el universo. Era
bastante asustadizo y cuando tuvieron que operarlo para un reemplazo de cadera,
me mandó las cajas con el montaje final de Perón, sinfonía de un sentimiento, y
un escueto mensaje aterrador: “Si me pasa algo vos decidís qué hacer con esto”.
Pocas veces en la vida sentí tanta responsabilidad. Para rendirse ante esa obra
superlativa, como casi todo lo que filmó en su vida, no hace falta coincidir
con todas sus ideas políticas, y de hecho no comparto su visión del último
Perón y todo lo que vino con él. Tampoco me olvido de que hoy es fácil exponer
esos desacuerdos, pero cuando estas cuestiones no eran parte de la filosofía y
de la historia sino de la vida (y sobre todo de la muerte, omnipresente), el
Chiquito salvó la vida de una docena de rehenes a quienes torturaban
guardaespaldas descontrolados el día del regreso de Perón en 1973. Una cosa es
la ideología y otra cosa la decencia.
No sé si tiene alguna importancia
decirlo hoy, pero mi preferida de sus películas es Gatica, el Mono. Sé que es
muy subjetivo. Sobre todo en una filmografía con varios puntos altos para
elegir. Esa película es la historia de la sangre, de la sangre vertida por
nuestro agobiado pueblo, de la humillación y la derrota y la aridez, de la
impotencia y del fracaso. Algunos críticos han señalado que su duración es
excesiva. Yo no quería que terminara nunca, y la vi varias veces en una semana.
Creo que sólo me había pasado antes con La conspiración de los boyardos, de
Eisenstein, en mi adolescencia; con Vivir y Kagemusha, de Kurosawa; con Rocco y
sus hermanos, de Visconti. Varias buenas películas han encarado el pasado
terrible de este país, desde distintos ángulos, muchos encomiables. Pero me
parece que nadie había conseguido una mirada tan abarcadora como la de su
reflexión, de algún modo no política. Pertenece a otro orden de la realidad,
establece un nexo distinto con el espectador, multidimensional, envolvente,
iluminador e inexplicable, como la poesía. Y además les llega a todos, no sólo
a los que saben y les importa.
Walsh abrió las primeras
ediciones de Operación Masacre con una cita de Elliot, en inglés: “Una lluvia
de sangre ha cegado mis ojos. ¿Cómo, cómo podría volver alguna vez a las
suaves, tranquilas estaciones?”. Pero luego la sustituyó por otra, del
comisario a cargo de los fusilamientos: “Agrega el declarante que la comisión
encomendada era terriblemente ingrata para el que habla, pues salía de todas
las funciones específicas de la policía”. Ni poesía inglesa ni la implacable
precisión de los datos. La estética de Gatica para decir aquello mismo que
obsesionaba a Walsh es la que el Chiquito y su hermano y coguionista, el
Negrito Zuhair Jorge Jury, aprendieron de los radioteatros que hacían su mamá
Laura Favio y su tía Elcira Olivera Garcés. Cuando un talento torrentoso
recupera esta marca de infancia, para narrar la vida de un ídolo del más aluvional
barro, amasado con lágrimas en la tierra de la Patria sublevada cuyo subsuelo
Scalabrini Ortiz vio emerger aquel 17 de octubre, se produce el milagro de una
ópera popular, en la que los temas más complejos pueden transmitirse de un modo
accesible a todos. La obra de arte regresa al pueblo que la originó, y a su vez
lo ennoblece, al ofrecerle esa nueva dimensión de sí mismo. Así se forja la
cultura de una Nación, esa categoría tan desmedrada y, sin embargo, indeleble.
La antológica secuencia de la misa,
con los dos cuerpos bañados en sangre y los rostros retorcidos por el dolor y
el odio es una rendición de cuentas minuciosa de la infinita capacidad de
infligir daño que ha sido nuestra historia, pasada y moderna, desde el
fusilamiento de Dorrego en adelante. Los artistas capaces de recrear los mitos
populares de ese modo deslumbrante, revelan rasgos ocultos de los pueblos, que
tal vez ellos mismos ignoran.
Te despido así, con el nombre que
sólo muy pocos teníamos permiso para usar, tal vez porque nos conocíamos desde
que salimos de la adolescencia. Me cuesta escribir de vos en tiempo pasado. Me
cuesta escribir sin llorar, mientras escucho tus canciones que alguna vez me
parecieron una desviación de tu obra cinematográfica enorme y que me llevó años
entender y amar como parte inseparable de una misma narrativa. Adiós, Chiquito.
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