Medios, gobiernos y ciclos
Por Eduardo Aliverti
Parece, o hasta se da por
sentado, que hay dos factores de profunda relación entre sí: la efectividad de
las denuncias mediáticas sobre corrupción oficial en el resultado de las
primarias, y cómo éste incide en que se hable casi sin parar de “fin de ciclo”.
¿Cuánto hay de cierto en esa secuencia? Y si fuera veraz, ¿puede proyectársela
de modo tan terminante hacia el mediano y largo plazo?
Una avalancha de prensa le
atribuye al Gobierno ser un antro de ladrones, lavadores y amigos favorecidos.
Pero, al solo efecto de probar o no las hipótesis en danza, debe hacerse el
esfuerzo de apartar si se trata de denuncias periodísticas serias o de un
conjunto de operaciones políticas basadas en el denuncismo como práctica de
demolición, con poco o ningún rigor profesional. Es un esfuerzo antipático,
porque es muy grande la tentación de detenerse en que una gran mayoría de lo
imputado queda en agua de borrajas. Incluso, algunos o varios de los presuntos
y descomunales destapes se caen no ya a las pocas horas de producidos, sino en
el mismísimo momento, por simple imperio del sentido común. El capítulo de
Cristina y su comitiva en las islas Seychelles es al respecto una obra maestra,
hasta ahora insuperada. Que haya una escala técnica de dos días, en un viaje
presidencial, es de por sí un atentado contra toda lógica y, de hecho, se
derrumbó papelonescamente con el mero apunte de que el par de jornadas fueron
en verdad 13 horas (lo cual es al margen de que el comunicado oficial
aclaratorio incurrió en desmesuras terminológicas, para gusto de este
columnista). Sin embargo, la grosería de ese pifie periodístico –suponiendo que
sólo haya consistido en una equivocación insólita, pero equivocación al fin– es
nada, literalmente nada, al cotejarla con la cumbre de su sinsentido. Expresado
con lenguaje algo vulgar, ¿qué hay que tener en la cabeza para creer que un
jefe de Estado es capaz de echarse dos días, 13 horas o algunos minutos, en
unas islas del océano Indico, con el fin de certificar personalmente que su
ruta de plata sucia está a buen resguardo? No hay adjetivo que alcance para
quienes puedan dar por buenos delirios de ese tamaño, pero es en ese punto
donde radica el esfuerzo propuesto hace unas líneas: no se trata de que el
bartoleo de denuncias sea cierto, y ni siquiera verosímil, sino de su capacidad
para convencer a las gentes, muchas gentes, de que el “paquete” de pudrición
apuntado les ratifica su sensación de hastío. O disconformidad. Es un serrucho
ascendente. Una gota horadante tras otra, a cada rato, en cada cobertura de
cualquier episodio, tras las que termina sin importar qué sería lo evidente y
qué lo apócrifo, porque la única urgencia es sumar(se) basura. La conjetura o
convicción es que esa prédica surtió efecto y que fue poco menos que decisiva
para provocar una sangría de votos en el oficialismo, tanto por la
espectacularidad muy bien trabajada con que se la despliega como por un público
a priori y potencialmente receptivo. Todo ello vendría a ser corroborado –entre
otras constataciones– por la cantidad de asistentes a los caceroleos y por la
vacuidad de sus señalamientos, reclamos, consignas e insultos, que son copia
fiel de lo generado desde los medios de la oposición.
La firmeza de esas deducciones
merece ser puesta en duda, sin que tampoco corresponda descartarlas por
completo. Comparados los números de las primarias con su equivalente relativo
más próximo, que no son las presidenciales de 2011 sino las legislativas de
2009, el Gobierno retuvo su condición de primera minoría nacional bien que con
una pérdida significativa. En la CABA, los votos a sus candidatos anduvieron
alrededor de lo esperado, con cifras mejores que hace cuatro años y tratándose
de una ciudad cuyo componente gorila histórico exime de mayores comentarios. En
“la provincia”, el kirchnerismo fue vencido con claridad pero lo más
significativo es su derrota en algunos bastiones del conurbano que en buena
parte se mudaron a Massa. Se reitera una pregunta ya formulada en esta columna,
hace una semana: ¿puede pensarse sin más ni más que esos votos se perdieron por
la influencia de las denuncias mediáticas sobre corrupción gubernamental? Los
relevamientos en esas zonas no apuntan ahí, sino al tándem
inseguridad/inflación –en el orden general– y a deficiencias severas en la
gestión de sus intendentes. Y en el resto de los distritos donde perdió el
kirchnerismo, prácticamente no hay ninguno en el que deje de observarse como
central el peso de causas locales y regionales. ¿Hasta qué punto, entonces,
resultó clave el influjo de la podredumbre institucional que cuentan los medios
y algunos de sus personajes en particular? ¿Acaso no había ya esa “cadena
nacional del desánimo” en 2009 –aunque centrada en el conflicto con “el campo”–
y mucho más en 2011? Más parecería que, en todo caso, el ascendiente del ¿lanatismo?
opera como cristalizador de tendencias asentadas en su furia o proclives al
enojo contra el Gobierno. De todas maneras, en aras de la secuencia descripta
al comienzo, también podrían ignorarse esas observaciones: dar por cierto que
las denuncias de corrupción y su espectacularismo jugaron, juegan y jugarán un
papel clave. Y a partir de allí ensayar su proyección, porque si hay algo
seguro es que la suma de los rejuntados opositores –eso que se denomina la
mayoría de argentinos que no votaron al Gobierno– ganó precisamente por juntada
de bronca o disgusto, cualesquiera fuesen su motivos; y no por erigirse con un
proyecto alternativo explicitado con claridad. ¿O alguien tiene noticias de que
alguna de las fuerzas o postulantes de la oposición haya propuesto algo?
Con el resultado puesto, aunque
sólo hayan sido primarias y siendo que para octubre todo indicaría una
acentuación del voto adverso al kirchnerismo, se reforzó el recitado del fin de
ciclo. Porque de verdad que es eso. Una entonación, casi automática. En primer
lugar, cabe recordarle a tanto dirigente e intelectual perezoso que los
gobiernos y los ciclos no son lo mismo. Y después, que, por carácter
transitivo, la clausura de los primeros no significa necesariamente el cierre
de los segundos. La dictadura concluyó en 1983 como etapa de administración
militar y barbarie procedimental. Pero su ciclo, en cuanto a ejecución interna
de la valorización financiera y globalizada del capital, recién acabó con el
default de 2002 y la llegada del kirchnerismo un año más tarde. El interregno
de Alfonsín supuso la reconquista de las libertades civiles pero no pudo contra
el ciclo internacional de la economía, que el menemismo reacomodó con fiereza a
través de la subasta del Estado. Y cuando el menemato terminó, tampoco debió
hablarse de fin de ciclo porque el esperpento de la Alianza sólo implicó la
fantasía de que terminar con la corrupción estatal conlleva hacerlo con la
estructural de un modelo. En ese aspecto, el panorama de hoy reproduciría,
justamente, a la decadencia gubernamental menemista y a la búsqueda de
reemplazo por una opción que no alterase la sustancia modélica sino que
representara, apenas, la liquidación de una manga de chorros. ¿Eso es fin de
ciclo? Véase a España. Con un conservadurismo salvaje en el poder, tributario
del desencanto tras las timbas y burbujas que dejaron un país con cerca de 30
por ciento de desocupados, ¿a quién se le puede ocurrir que con el PSOE
derrotado en las urnas hubo un fin de ciclo? Salvo, claro, que se le llame así
a un ajuste bestial, por la sola circunstancia de que la fiesta del capital
financiero, montada en las ilusiones de las clases trabajadoras que ahora
sufren desempleo masivo y el remate de sus viviendas, se transformó en un
reapriete de cinturón explícito. ¿Eso sería fin de ciclo? ¿A favor de quiénes,
con cuáles medidas? Porque, dicho sea de paso, ¿no se nota que cuando hablan de
fin de ciclo no dicen una palabra acerca del ciclo que le sobrevendría? ¿Por
qué dejan, así, que la frase sea apenas eso, una frase? ¿Porque no tienen claro
cómo completarla con definiciones rigurosas o porque no les es conveniente
hacerlo?
Punteada muy brevemente la
diferencia elemental entre gobiernos y ciclos, aparece la cuestión de si una
derrota del gobierno kirchnerista, en 2015, supondría el cese definitivo de la
experiencia estatalista inaugurada en 2003, con mejor distribución de la
justicia social, con mayor apuesta de la economía al desarrollo del mercado
interno, con algunas políticas activas muy marcadas en esas y otras direcciones
reparadoras (hablamos de 2015, y no de octubre venidero, en función de que
tampoco tiene sentido detenerse en las enfermizas predicciones de los
comunicadores que convocan a meterse debajo de la cama, porque se viene el
caos, si el Gobierno pierde claramente las legislativas). Está en disputa. El
oficialismo tiene un desgaste natural, su figura máxima e incluso excluyente no
puede ser candidata, hay errores de diversa índole y los logros de una década
están incorporados al paisaje cotidiano. Por esos orificios se puede colar –no
tranquilamente– una variante peronista de derecha presentada como light, que
intente retroceder, en forma paulatina pero decidida, sobre todo lo alcanzado.
No le será fácil y no solamente por la fuerza popular que acumuló el
kirchnerismo, sino porque el contexto de la región no favorece ni favorecería
el retorno de salvajadas neoliberales.
Es una posibilidad, claro que sí,
pero de ningún modo es una certeza, al estilo de lo que pregonan los
recitadores del fin de ciclo. Puede ser que eso les dé algún rédito. Pero si es
por solidez intelectual, es tan blandengue como creerse a la política cual
lecho de rosas gracias a la semillita que dará sus frutos sin afectar a nadie.
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