El penal más largo en el mundo
Por Osvaldo Soriano*
El penal más fantástico del que
yo tenga noticia se tiró en 1958 en un lugar perdido del valle de Río Negro, en
Argentina, un domingo por la tarde en un estadio vacío. Estrella Polar era un
club de billares y mesas de baraja, un boliche de borrachos en una calle de
tierra que terminaba en la orilla del río. Tenía un equipo de fútbol que
participaba en el campeonato del valle porque los domingos no había otra cosa
que hacer y el viento arrastraba la arena de las bardas y el polen de las
chacras.
Los jugadores eran siempre los
mismos, o los hermanos de los mismos. Cuando yo tenía quince años, ellos
tendrían treinta y me parecían viejísimos. Díaz, el arquero, tenía casi
cuarenta y el pelo.
El blanco que le caía sobre la
frente de indio araucano. En el campeonato participaban dieciséis clubes y
Estrella Polar siempre terminaba más abajo del décimo puesto. Creo que en 1957
se habían colocado en el decimotercer lugar y volvían a sus casas cantando, con
la camiseta roja bien doblada en el bolso porque era la única que tenían. En
1958 empezaron ganándole a Escudo Chileno, otro club de miseria.
A nadie le llamo la atención eso.
En cambio, un mes después, cuando habían ganado cuatro partidos seguidos y eran
los punteros del torneo, en los doce pueblos del valle empezó a hablarse de
ellos.
Las victorias habían sido por un
gol, pero alcanzaban para que Deportivo Belgrano, el eterno campeón, el de
Padini, Constante Gauna y Tata Cardiles, quedara relegado al segundo puesto, un
punto más abajo. Se hablaba de Estrella Polar en la escuela, en el ómnibus, en
la plaza, pero no imaginaba todavía que al terminar el otoño tuvieran 22 puntos
contra 21 de los nuestros.
Las canchas se llenaban para
verlos perder de una buena vez. Eran lentos como burros y pesados como roperos,
pero marcaban hombre a hombre y gritaban como marranos cuando no tenían la
pelota. El entrenador, un tipo de traje negro, bigotitos recortados, lunar en
frente y pucho apagado entre los labios, corría junto a la línea de toque y los
azuzaba con una vara de mimbre cuando pasaban a su lado. El público se divertía
con eso y nosotros, que por ser menores jugábamos los sábados, no nos
explicábamos como ganaban si eran tan malos.
Daban y recibían golpes con tanta
lealtad y entusiasmo, que terminaban apoyándose unos sobre otros para salir de
la cancha mientras la gente les aplaudía el 1 a 0 y les alcanzaba botellas de vino
refrescadas en la tierra húmeda. Por las noches celebraban en el prostíbulo de
Santa Ana y la gorda Leticia se quejaba de que se comieran los restos del pollo
que ella guardaban en la heladera.
Eran la atracción y en el pueblo
se les permitía todo. Los viejos les recogían de los bares cuando tomaban
demasiado y se ponían pendencieros; los comerciantes les regalaban algún
juguete o caramelos para los hijos y en el cine, las novias les consentían
caricias por encima de las rodillas. Fuera de su pueblo nadie los tomaba en
serio, ni siquiera cuando le ganaron a Atlético San Martín por 2 a1.
En medio de la euforia perdieron,
como todo el mundo, en Barda del Medio y al terminar la primera rueda dejaron
el primer puesto cuando Deportivo Belgrano los puso en su lugar con siete
goles. Todos creímos, entonces, que la normalidad empezaba a restablecerse.
Pero el domingo siguiente ganaron 1
a 0 y siguieron con su letanía de laboriosos, horribles
triunfos y llegaron a la primavera con apenas un punto menos que el campeón.
El último enfrentamiento fue
histórico por el penal. El estadio estaba repleto y los techos de las casas
también. Todo el mundo esperaba que Deportivo Belgrano repitiera los siete
goles de la primera rueda. El día era fresco y soleado y las manzanas empezaban
a colorearse en los arboles.
Estrella Polar trajo más de
quinientos hinchas que tomaron una tribuna por asalto y los bomberos tuvieron
que sacar las mangueras para que se quedaran quietos.
El referí que pitó el penal era
Herminio Silva, un epiléptico que vendía las rifas del club local y todo el
mundo entendió que se estaba jugando el empleo cuando a los cuarenta minutos
del segundo tiempo estaban uno a uno y todavía no había cobrado la pena por más
que los de Deportivo Belgrano se tiraran de cabeza en el área de Estrella Polar
y dieran volteretas y malabarismos para impresionarlo. Con el empate el local
era campeón y Herminio Silva quería conservar el respeto por sí mismo y no daba
penal porque no había infracción.
Pero a los 42 minutos, todos nos
quedamos con la boca abierta cuando el puntero izquierdo de Estrella Polar
clavó un tiro libre desde muy lejos y se pusieron arriba 2 a 1. Entonces sí, Herminio
Silva pensó en su empleo y alargó el partido hasta que Padín entró en el área y
ni bien se le acercó un defensor pitó. Ahí nomás dio un pitazo estridente,
aparatoso y sancionó el penal. En ese tiempo el lugar de ejecución no estaba
señalado con una mancha blanca y había que contar doce pasos de hombre.
Herminio Silva no alcanzó siquiera a recoger la pelota porque el lateral
derecho de Estrella Polar, el Colo Rivero, lo durmió de un cachetazo en la
nariz. Hubo tanta pelea que se hizo de noche y no hubo manera de despejar la
cancha ni de despertar a Herminio Silva. El comisario, con la linterna
encendida, suspendió el partido y ordenó disparar al aire. Esa noche el comando
militar dictó estado de emergencia, o algo así, y mandó a enganchar un tren
para expulsar del pueblo a toda persona que no tuviera apariencia de vivir
allí.
Según el tribunal de al Liga, que
se reunió el martes, faltaban jugarse veinte segundos a partir de la ejecución
del tiro penal y ese match aparte entre Constante Gauna, el shoteador y el gato
Díaz al arco, tendría lugar el domingo siguiente, en el mismo estadio a puertas
cerradas. De manera que el penal duro una semana y fue, si nadie me informa lo
contrario, el más largo de toda la historia. El miércoles faltamos al colegio y
nos fuimos al pueblovecino a curiosear. El club estaba cerrado y todos los
hombres se habían reunido do en la cancha, entre las bardas. Formaban una larga
fila para patearle penales al Gato Díaz y el entrenador de traje negro y lunar
trataba de explicarles que esa era la mejor manera de probar al arquero.
Al final, todos tiraron su penal
y el Gato atajó unos cuantos porque le pateaban con alpargatas y zapatos de
calle. Un soldado bajito, callado, que estaba en la cola, le tiró un puntazo
con el borseguí militar y casi arranca la red. Al caer la tarde volvieron al
pueblo, abrieron el club y se pusieron a jugar a las cartas. Díaz se quedó toda
la noche sin hablar, tirándose para atrás el pelo blanco y duro hasta que
después de comer se puso un escarbadientes en la boca y dijo:
-Constante los tira a la derecha.
-Siempre -dijo el presidente del
club.
-Pero él sabe que yo sé.
-Entonces estamos jodidos.
-Sí, pero yo sé que él sabe -dijo
el Gato.
-Entonces tírate a la izquierda y
listo -dijo uno de los que estaban en la mesa.
-No. El sabe que yo sé que él
sabe -dijo el Gato Díaz y se levantó para ir a dormir.
-El Gato esta cada vez más raro
-dijo el presidente el club cuando lo vio salir pensativo, caminando despacio.
El martes no fue a entrenar y el
miércoles tampoco. El jueves, cuando lo encontraron caminando por las vías del
tren estaba hablando solo y lo seguía un perro con el rabo cortado.
-¿Lo vas a atajar?- le preguntó,
ansioso, el empleado de la bicicletería.
-No sé. ¿Qué me cambia eso?-
preguntó.
-Que nos consagramos todos, Gato.
Les tocamos el culo a esos maricones de Belgrano.
-Yo me voy consagrar cuando la
rubia de Ferreyra me quiera querer -dijo y silbó al perro para volver a su
casa.
El viernes, la rubia de Ferreyra
esta atendiendo la mercería cuando el intendente del pueblo entró con un ramo
de flores y una sonrisa ancha como una sandía abierta.
Esto te lo manda el Gato Díaz y
hasta el lunes vos decís que es tu novio.
-Pobre tipo -dijo ella con una
mueca y ni miro las flores que habían llegado de Neuquén por el ómnibus de las
diez y media.
A la noche fueron juntos al cine.
En el entreacto el Gato salió al hall a fumar y la rubia de los Ferreyra se
quedó sola en la media luz, con la cartera sobre la falda, leyendo cien veces
el programa sin levantar la vista.
El sábado a la tarde el Gato Díaz
pidió prestadas dos bicicletas y fueron a pasear a las orillas del río. Al caer
la tarde la quiso besar, pero ella dio vuelta la cara y dijo que el domingo a
la noche, tal vez, después que atajara el penal, en el baile.
-¿Y yo cómo sé? -dijo él.
-¿Cómo sabés qué?
-Si me tengo que tirar para ese
lado.
La rubia Ferreyra lo tomó de la
mano y lo llevó hasta donde habían dejado las bicicletas.
-En esta vida nunca se sabe quién
engaña a quién -dijo ella.
¿Y si no lo atajo? -preguntó él.
Entonces quiere decir que no me
querés -respondió la rubia, y volvieron al pueblo.
El domingo del penal salieron del
club veinte camiones cargados de gente, pero la policía los detuvo a la entrada
del pueblo y tuvieron que quedarse a un costado de la ruta, esperando bajo el
sol. En aquel tiempo y en aquel lugar no había emisoras de radio, ni forma de
enterarse de lo que ocurría en una cancha cerrada, de manera que los de
Estrella Polar establecieron una posta entre el estadio y la ruta.
El empleado del bicicletero subió
a un techo desde donde se veía el arco del Gato Díaz y desde allí narraba lo
que ocurría a otro muchacho que había quedado en la vereda que a su vez
transmitía a otro que estaba a veinte metros y así hasta que cada detalle
llegaba a donde esperaban los hinchas de Estrella Polar.
A las tres de la tarde, los dos
equipos salieron a la cancha vestidos como si fueran a jugar un partido en
serio. Herminio Silva tenía un uniforme negro, desteñido pero limpio y cuando
todos estuvieron reunidos en el centro de la cancha fue derecho hasta donde
estaba el Colo Rivero que le había dado el cachetazo el domingo anterior y lo
expulsó de la cancha. Todavía no se había inventado la tarjeta roja, y Herminio
señala la entrada del túnel con una mano temblorosa de la que colgaba el
silbato.
Al fin, la policía sacó a
empujones al Colo que quería quedarse a ver el penal. Entonces el arbitro fue
hasta el arco con la pelota apretada contra una cadera, contó doce pasos y la
puso en su lugar. El Gato Díaz se había peinado a la gomina y la cabeza le
brillaba como una cacerola de aluminio.
Nosotros los veíamos desde el
paredón que rodeaba la cancha, justo detrás del arco, y cuando se colocó sobre
la raya de cal y empezó a frotarse las manos desnudas, empezamos a apostar
hacía dónde tiraría Constante Gauna.
En la ruta habían cortado el
tránsito y todo el Valle estaba pendiente de ese instante porque hacía diez
años que el Deportivo Belgrano no perdía un campeonato. También la policía
quería saber, así que dejaron que la cadena de relatores se organizara a lo largo
de tres kilómetros y las noticias llegaban de boca en boca apenas espaciadas
por los sobresaltos de la respiración.
Recién a las tres y media, cuando
Herminio Silva consiguió que los dirigentes de los dos clubes, los entrenadores
y las fuerzas vivas del pueblo abandonaran la cancha, Constante Gauna se acercó
a acomodar la pelota. Era flaco y musculoso y tenía las cejas tan pobladas que
parecían cortarle la cara en dos. Había tirado ese penal tantas veces -contó
después- que volvería a patearlo a cada instante de su vida, dormido o
despierto.
A las cuatro menos cuarto,
Herminio Silva se puso a medio camino entre el arco y la pelota, se llevó el
silbato a la boca y sopló con todas sus fuerzas. Estaba tan nervioso y el sol
le había machacado tanto sobre la nuca, que cuando la pelota salió hacía el
arco, el referí sintió que los ojos se reviraban y cayó de espalda echando
espuma por la boca. Díaz dio un paso al frente y se tiró a su derecha. La
pelota salió dando vueltas hacía el medio del arco y Constante Gauna adivinó
enseguida que las piernas del Gato Díaz llegarían justo para desviarla hacia un
costado. El gato pensó en el baile de la noche, en la gloria tardía y en que
alguien corriera a tirar la pelota al córner porque había quedado picando en el
área.
El petiso Mirabelli llegó primero
que nadie y la sacó afuera, contra el asombrado, pero el arbitro Herminio Silva
no podía verlo porque estaba en el suelo, revolcándose con su epilepsia. Cuando
todo Estrella Polar se tiró sobre el Gato Díaz, el juez de línea corrió hacía
Herminio Silva con la bandera parada y desde el paredón donde estábamos
sentados oímos que gritaba “¡no vale, no vale!”.
La noticia corrió de boca en
boca, jubilosa. La atajada del Gato y el desmayo del árbitro. Entonces en la
ruta todos abrieron las botellas de vino y empezaron a festejar, aunque el “no
vale” llegara balbuceado por los mensajeros como una mueca atónita.
Hasta que Herminio Silva no se
puso de pie, desencajado por el ataque, no hubo respuesta definitiva. Lo
primero que preguntó fue “qué pasó” y cuando se lo contaron sacudió la cabeza y
dijo que había que patear de nuevo porque él no había estado allí y el
reglamento decía que el partido no puede jugarse con un árbitro desmayado.
Entonces el Gato Díaz apartó a los que querían pegarle al vendedor de rifas de
Deportivo Belgrano y dijo que había que apurarse porque esa noche él tenía una
cita y una promesa y fue otra vez bajo el arco.
Constante Gauna debía tenerse
poca fe, porque le ofreció el tiro a Padini y recién después fue hacía la
pelota mientras el juez de línea ayudaba a Herminio Silva a mantenerse parado.
Afuera se escuchaban bocinazos de festejo y los jugadores de Estrella Polar
empezaron a retirarse de la cancha rodeados por la policía.
El pelotazo salió hacía la
izquierda y el Gato Díaz se fue para el mismo lado con una elegancia y una
seguridad que nunca más volvió a tener.
Costante Gauna miró al cielo y
después se echó a llorar. Nosotros saltamos del paredón y fuimos a mirar de
cerca a Díaz, el viejo, el grandote, que miraba la pelota que tenía entre las
manos como si hubiera sacado la sortija de la calesita.
Dos años más tarde, cuando él era
una ruina y yo un joven insolente, me lo encontré otra vez, a doce pasos de
distancia y lo vi inmenso, agazapado en punta de pie, con los dedos abiertos y
largos. En una mano llevaba un anillo de matrimonio que no era de la rubia de
los Ferreyra sino del hermano del Colo Rivero, que era tan india y tan vieja
como él. Evité mirarlo a los ojos y le cambié la pierna; después tiré de zurda,
abajo, sabiendo que no llegaría porque estaba un poco duro y le pesaba la
gloria. Cuando fui a buscar la pelota dentro del arco, el Gato Díaz estaba
levantándose como un perro apaleado.
-Bien, pibe -me dijo-. Algún día,
cuando seas viejo, vas a andar contando por ahí que le hiciste un gol al Gato
Díaz, pero para entonces ya nadie se va a acordar de mí.
* Osvaldo Soriano (6 de enero de
1943 – 29 de enero de 1997)
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