Buquebus.
Los ojitos redondos del mayor de
los nenes miran el agua como quien observa una maravilla inenarrable, “-mirá
papá”, dice a cada rato, sobresaltándose y haciendo oír su vocecita de silbato,
“-mirá papá” el agua, los sacudones de la embarcación, algún otro barquito o
chinchorro que se llega a ver batido por las mínimas olas y casi como un
destello bajo el sol del Febrero austral.
El Papá se siente feliz, lleva
tiempo esperando la oportunidad de estar un poco a solas y prestarles la
atención que su familia espera con la paciencia de quienes se saben
compartiendo una responsabilidad muy grande. Papá no está mucho en casa, pero
es importante lo que hace papá, una legión interminable de monstruos, sierpes
de mil cabezas, reptiles de boca llameante, enormes esperpentos amenazan
constantemente al pueblo, y Papá tiene por trabajo, lograr que estas voraces
alimañas no se cobren victimas entre los más débiles.
Pero eso no importa hoy, hoy
están paseando, y no importa nada porque estar juntos un rato sabiendo que se
esta haciendo lo correcto tiene un gusto dulce; y es divertido pasear como
todos los otros chicos.
Lo que pasa es que una terrible
enfermedad se desató hace algún tiempo sobre hombres y mujeres, una enfermedad
del alma, que corroe el ánimo y agria el humor, muchos hombres y mujeres, del
mismo pueblo que Papá tiene que cuidar, se contagiaron de esta terrible
dolencia. Empiezan sintiendo enojo de ver como los débiles se hacen fuertes,
siguen con el despertar de cierta admiración por los reptiles y buitres que se
alimentaban de esos débiles y que ahora famélicos muestran desesperados sus
garras y colmillos. Una enfermedad que en su grado mas avanzado les provoca la
muerte del alma, la perdida de toda fe, de todo candor, de toda alegría,
transformándolos en bestias vociferantes que solo quieren derramar por su
entorno la misma terrible peste que los aqueja. Curar a un país que sufrió
tanto es una tarea larguísima, complicada, pero Papá se esta preparando desde
que era chico para ayudar a lograrlo.
Pero hoy –por suerte- nada de eso
importa, las olitas, el sol, los barquitos, los brazos y cuellos entrelazados,
la voz suave en el oído, hoy no importa nada mas que el paseo.
De repente empieza el murmullo,
un murmullo fuerte, no secreteado sino por el contrario, un murmullo con
espíritu de grito, empieza a elevarse por sobre las cabezas de los demás
viajeros. De golpe el murmullo se rompe en gritos, en aullidos siniestros, en
un mar de manos que se alargan hacia ellos, en una batahola de seños furiosos,
de miradas crispadas, de un odio tan profundo que se podía oler. Los Hermanitos
lloraban desconsolados, pero el desgarrador llanto de los niños, no hacia mas
que enardecer a la jauría, que –implacable- avanzaba hacia ellos.
Cuando ya parece imposible
escapar ven -con los ojos nublados de lagrimas- como el capitán del barquito se
acerca presuroso, y -con una mano en alto- les abre paso entre una multitud que
solo puede contener el enojo ante la vista de un uniforme (otra de las
características de la enfermedad es la desesperada búsqueda de aprobación de
cualquier personaje uniformado). Así, entre gritos, forcejeos y escudados en el
fetiche de la chaqueta blanca del capitán, llegan tras una puertecita metálica
que -al cerrarse- apagó finalmente la vocinglería. ..
Los chicos siguieron llorando,
los brazos temblorosos de Papá apretaron los cuerpitos transpirados de nervios
entre los espasmos del llanto, mientras con la más tranquilizadora sonrisa que
pudo fingir les acariciaba las mejillas a ambos a la vez con sus largas patillas.
No hubo replicas, no hubo
respuestas, no hubo más que templanza, Papá lo sabe, cada vez lo sabe mejor:
Solo el amor vence al odio…
Fernandoluis
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