Julio Cortázar
(1914-1984)
Reunión
(Todos los fuegos el fuego, 1966)
Recordé un viejo cuento de Jack
London, donde el protagonista, apoyado en un tronco de árbol, se dispone a
acabar con dignidad su vida.
Ernesto «Che Guevara», en La
sierra y el llano, La Habana ,
1961.
Nada podía andar peor, pero al menos
ya no estábamos en la maldita lancha, entre vómitos y golpes de mar y pedazos
de galleta mojada, entre ametralladoras y babas, hechos un asco, consolándonos
cuando podíamos con el poco tabaco que se conservaba seco porque Luis (que no
se llamaba Luis, pero habíamos jurado no acordamos de nuestros nombres hasta
que llegara el día) había tenido la buena idea de meterlo en una caja de lata
que abríamos con más cuidado que si estuviera llena de escorpiones. Pero qué
tabaco ni tra-gos de ron en esa condenada lancha, bamboleándose cinco días como
una tortuga borracha, haciéndole frente a un norte que la cacheteaba sin
lástima, y ola va y ola viene, los baldes despellejándonos las manos, yo con un
asma del demonio y medio mundo enfermo, doblándose para vomitar con si fueran a
partirse por la mitad. Hasta Luis, la segunda noche, una bilis verde que le
sacó a las ganas de reírse, entre eso y el norte que no nos dejaba ver el faro
de Cabo Cruz, un desastre que nadie se había imaginado; y llamarle a eso una
expedición de desembarco era como para seguir vomitando pero de pura tristeza.
En fin, cualquier cosa con tal de dejar atrás la lancha, cualquier cosa aunque
fuera lo que nos esperaba en tierra -pero sabíamos que nos estaba esperando y
por eso no importaba tanto-, el tiempo que se compone justamente en el peor
momento y zas la avioneta de reconocimiento, nada que hacerle, a vadear la
ciénaga o lo que fuera con el agua hasta las costillas buscando el abrigo de
los sucios pastizales de los mangles yo como un idiota con mi pulverizador de
adrenalina para poder seguir adelante, con Roberto que me llevaba el
Springfield para ayudarme a vadear mejor la ciénaga (si era una ciénaga, porque
a muchos ya se nos había ocurrido que a lo mejor habíamos errado el rumbo y que
en vez de tierra firme habíamos hecho la estupidez de largarnos en algún cayo
fangoso dentro del mar, a veinte millas de la isla...); y todo así, mal pensado
y peor dicho, en una continua confusión de actos y nociones, una mezcla de
alegría inexplicable y de rabia contra la maldita vida que nos estaban dando
los aviones y lo que nos esperaba del lado de la carretera si llegábamos alguna
vez, si estábamos en una ciénaga de la costa y no dando vueltas como alelados
en un circo de barro y de total fracaso para diversión del babuino en su Palacio.
Ya nadie se acuerda cuánto duró, el
tiempo lo medíamos por los claros entre los pastizales, los tramos donde podían
ametrallarnos en picada, el alarido que escuché a mi izquierda, lejos, y creo
fue de Roque (a él le puedo dar su nombre, a su pobre esqueleto entre las
lianas y los sapos), porque de los planes ya no quedaban más que la meta final,
llegar a la Sierra
y reunirnos con Luis si también él conseguía llegar; el resto se había hecho
trizas con el norte, el desembarco improvisado, los pantanos. Pero searnos
justos: algo se cum-plía sincronizadamente, el ataque de los aviones enemigos.
Había sido previsto y provocado; no falló. Y por eso, aunque todavía me doliera
en la cara el aullido de Roque, mi maligna manera de entender el mundo me ayudaba
a reírme por lo bajo (y me ahogaba todavía más, y Roberto me llevaba el
Springfield para que yo pudiese inhalar adrenalina con la nariz casi al borde
del agua tragando más barro que otra cosa), porque si los aviones estaban ahí
entonces no podía ser que hubiéramos equivocado la playa, o lo sumo nos
habíamos desviado algunas millas, pero la carretera estaría detrás de los
pastizales, y después el llano abierto y en el norte las primeras colinas.
Tenía su gracia que el enemigo nos estuviera certificando desde el aire la
bondad del desembarco.
Duró vaya a saber cuánto, y después
fue de noche y éramos seis debajo de unos flacos árboles, por primera vez en
terreno casi seco, mascando tabaco húmedo y unas pobres galletas. De Luis, de
Pablo, de Lucas, ninguna noticia; desperdigados, probablemente muertos, en todo
caso tan perdidos y mojados como nosotros. Pero me gustaba sentir cómo con el
fin de esa jornada de batracio se me empezaban a ordenar las ideas, y cómo la
muerte, más probable que nunca, no sería ya un balazo al azar en plena ciénaga,
sino una operación dialéctica en seco, perfectamente orquestada por las partes
en juego. El ejército debía controlar la carretera, cercando los pantanos ala
espera de que apareciéramos de a dos o de a tres, liquidados por el barro y las
alimañas y el hambre. Ahora todo se veía clarísimo, tenía otra vez los puntos
cardinales en el bolsillo me hacía reír sentirme tan vivo y tan despierto al
borde del epílogo. Nada podía resultarme más gracioso que hacer rabiar a Roberto
recitándole al oído unos versos del Viejo Paricho que le parecían abominables.
“Si por lo menos nos pudiéramos sacar el barro”, se quejaba el Teniente. “O
fumar de verdad” (alguien, más a la izquierda, ya no sé quién, alguien que se
perdió al alba). Organización de la agonía: centinelas, dormir por turnos,
mascar tabaco, chupar galletas infladas como esponjas. Nadie mencionaba a Luis,
el temor de que lo hubieran matado era el único enemigo real, porque su
confirmación nos anularía mucho más que el acoso, la falta de armas o las
llagas en los pies. Sé que dormi, un rato mientras Roberto velaba, pero antes
estuve pensando que todo lo que habíamos hecho en esos días era demasiado
insensato para admitirse así de golpe la posibilidad de que hubieran matado a Luis.
De alguna manera la insensatez tendría que continuar hasta el final, que quizá
fuera la victoria, y en ese juego absurdo donde se había llegado hasta el
escándalo de prevenir al enemigo que desembarcaríamos, no entraba la
posibilidad de perder a Luis.
Creo que también pensé que si
triunfábamos, que si conseguíamos reunimos otra vez con Luis, sólo entonces
empezaría el juego en serio, el rescate de tanto romanticismo necesario y
desenfrenado y peligroso. Antes de dormirme tuve como una visión: Luis junto a
un árbol, rodeado por todos nosotros, se llevaba lentamente la mano a la cara y
se la quitaba como si fuese una máscara. Con la cara en la mano se acercaba a
su hermano Pablo, a mí, al Teniente, a Roque, pidiéndonos con un gesto que la
aceptáramos, que nos la pusiéramos. Pero todos se iban negando uno a uno, y yo
también me negué, sonriendo hasta las lágrimas, y entonces Luis volvió a
ponerse la cara y le vi un cansancio infinito mientras se encogía de hombros y
sacaba un cigarro del bolsillo de la guayabera. Profesionalmente hablando, una
alucinación de la duerme vela y la fiebre, fácilmente interpretable. Pero si
realmente habían matado a Luis durante el desembarco, ¿quién subiría ahora a la Sierra con su cara? Todos
trataríamos de subir pero nadie con la cara de Luis, nadie que pudiera o
quisiera asumir la cara de Luis. “Los diadocos”, pensé ya entredormido. “Pero
todo se fue al diablo con los diadocos, es sabido”.
Aunque esto que cuento pasó hace rato,
quedan pedazos y momentos tan recortados en la memoria que sólo se pueden decir
en presente, como estar tirado otra vez boca arri-ba en el pastizal, junto al
árbol que nos protege del cielo abierto. Es la tercera noche, pero al amanecer
de ese día franquearnos la carretera a pesar de los jeep y la metralla. Ahora
hay que esperar otro amanecer porque nos han matado al baqueano y seguimos
perdidos, habrá que dar con algún paisano que nos lleve a donde se pueda
comprar algo de comer, y cuando digo comprar casi me da risa y me ahogo de nuevo,
pero en eso como en lo demás a nadie se le ocurriría desobedecer a Luis, y la
comida hay que pagarla y explicarle antes a la gente quiénes somos y por qué
andamos en lo que andamos. La cara de Roberto en la choza abandonada de la
loma, dejando cinco pesos debajo de un plato a cambio de la poca cosa que
encontramos y que sabía a cielo, acomida en el Ritz si es que ahí se come bien.
Tengo tanta fiebre que se me va pasando el asma, no hay mal que por bien no
venga, pero pienso de nuevo en la cara de Roberto dejando los cinco pesos en la
choza vacía, y me da un tal ataque de risa que vuelvo a ahogarme y me maldigo.
Habría que dormir, Tinti monta la guardia, los muchachos descansan unos contra
otros yo me he ido un poco más lejos porque tengo la impresión de que los
fastidio con la tos y los silbidos del pecho, y además hago una cosa que no
debería hacer, y es que dos o tres veces en la noche fabrico una pantalla de
hojas y meto la cara por debajo y enciendo despacito el cigarro para
reconciliarme un poco con la vida.
En el fondo lo único bueno del día ha
sido no tener noticias de Luis, el resto es un desastre, de los ochenta nos han
matado por lo menos a cincuenta o sesenta; Javier cayó entre los primeros, el
Peruano perdió un ojo y agonizó tres horas sin que yo pudiera hacer nada, ni
siquiera rematarlo cuando los otros no miraban. Todo el día temimos que algún
enlace (hubo tres con un riesgo increíble, en las mismas narices del ejército)
nos trajera la noticia de la muerte de Luis. Al final es mejor no saber nada,
imaginarlo vivo, poder esperar todavía. Fríamente peso las posibilidades y
concluyo que lo han matado, todos sabemos cómo es, de qué manera el gran
condenado es capaz de salir al descubierto con una pistola en la mano, y el que
venga atrás que arree. No, pero López lo habrá cuidado, no hay como él para
engañarlo a veces, casi como a un chico, convencerlo de que tiene que hacer lo
contrario de lo que le da la gana en ese momento. Pero y si López...
Inútil quemarse la sangre, no hay
elementos para la menor hipótesis, y además es rara esta calma, este bienestar
boca arriba como si todo estuviera bien así, como si todo se estuviera
cumpliendo (casi pensé: “consumando”, hubiera sido idiota) de conformidad con
los planes. Será la fiebre o el cansancio, será que nos van a liquidar a todos
como a sapos antes de que salga el sol. Pero ahora vale la pena aprovechar de
este respiro absurdo, dejarse ir mirando el dibujo que hacen las ramas de árbol
contra el cielo más claro, con algunas estrellas, siguiendo con ojos entornados
ese dibujo casual de las ramas y las hojas, esos ritmos que se encuentran, se
cabalgan y se separan, y a veces cambian suavemente cuando una bocanada de aire
hirviendo pasa por encima de las copas, viniendo de las ciénagas. Pienso en mi
hijo pero está lejos, a miles de kilómetros, en un país donde todavía se duerme
en la cama, y su imagen me parece irreal, se me adelgaza y pierde entre las
hojas del árbol, y en cambio me hace tanto bien recordar un tema de Mozart que
me ha acompañado desde siempre, el movimiento inicial del cuarteto La caza, la
evocación del alalí en la mansa voz de los violines, esa transposición de una
ceremonia salvaje a un claro goce pensativo. Lo pienso, lo repito, lo canturreo
en la memoria, y siento al mismo tiempo cómo la melodía y el dibujo de la copa
del árbol contra el cielo se van acercando, traban amistad, se tantean una y
otra vez hasta que el dibujo se ordena de pronto en la presencia visible de la
melodía, un ritmo que sale de una rama baja, casi a la altura de mi cabeza,
remonta hasta cierta altura y se abre como un abanico de tallos, mientras el
segundo violín es esa rama más delgada que se yuxtapone para confundir sus
hojas en un punto situado a la derecha, hacia el final de la frase, y dejarla terminar
para que el ojo descienda por el tronco y pueda, si quiere, repetir la melodía.
Y todo eso es también nuestra rebelión, es lo que estamos haciendo aunque
Mozart y el árbol no puedan saberlo, también nosotras a nuestra manera hemos
querido trasponer una torpe guerra a un orden que le dé sentido, la justifique
y en último término la lleve a tina victoria que sea como la restitución de una
melodía después de tantos años de roncos cuernos de caza, que sea ese allegro
final que sucede al adagio como un encuentro con la luz. Lo que se divertiría
Luis si supiera que en este momento lo estoy comparando con Mozart, viéndolo
ordenar poco a poco esta insensatez, alzarla hasta su razón primordial que
aniquila con su evidencia y su desmesura todas las prudentes razones
temporales. Pero qué amarga, qué desesperada tarea la de ser un músico de
hombres, por encima del barro y la metralla y el desaliento urdir ese canto que
creíamos imposible, el canto que trabará amistad con la copa de los árboles,
con la tierra devuelta a sus hijos. Sí, es la fiebre. Y cómo se reiría Luis
aunque también a él le guste Mozart, me consta.
Y así al final me quedaré dormido,
pero antes alcanzaré a preguntarme si algún día sabremos pasar del movimiento
donde todavía suena el halalí del cazador, a la conquistada plenitud del adagio
y de ahí al allegro final que me canturreo con un hilo de voz, si seremos
capaces de alcanzar la reconciliación con todo lo que haya quedado vivo frente
a nosotros. Tendríamos que ser como Luis, no ya seguirlo sino ser como él,
dejar atrás inapelablemente el odio y la venganza, mirar al enemigo como lo
mira Luis, con una implacable magnanimidad que tantas veces ha suscitado en mi
memoria (pero esto, ¿cómo decírselo a nadie?) una imagen de pantocrátor, un juez
que empieza por ser el acusado y el testigo y que no juzga, que simplemente
separa las tierras de las aguas para que al fin, alguna vez, nazca una patria
de hombres en un amanecer tembloroso, a orillas de un tiempo más limpio.
Pero otra que adagio, si con la
primera luz se nos vinieron encima por todas partes, y hubo que renunciar a
seguir hacia el noreste y meterse en una zona mal conocida, gastando las
últimas municiones mientras el Teniente con un compañero se hacía fuerte en una
loma y desde ahí les paraba un rato las patas, dándonos tiempo a Roberto y a mí
para llevarnos a Tinti herido en un muslo y buscar otra altura más protegida
donde resistir hasta la noche. De noche ellos no atacaban nunca, aunque
tuvieran bengalas y equipos eléctricos, les entraba como un pavor de sentirse
menos protegidos por el número y el derroche de armas; pero para la noche
faltaba casi todo el día, y éramos apenas cinco contra esos muchachos tan
valientes que nos hostigaban para quedar bien con el babuino, sin contar los
aviones que a cada rato picaban en los claros del monte y estropeaban cantidad
de palmas con sus ráfagas.
A la media hora el Teniente cesó el
fuego y pudo reunirse con nosotros, que apenas adelantábamos camino. Como nadie
pensaba en abandonar a Tinti, porque conocíamos de sobra el destino de los
prisioneros, pensamos que ahí, en esa ladera y en esos matorrales íbamos a
quemar los últimos cartuchos. Fue divertido descubrir que los regulares
atacaban en cambio una loma bastante más al este, engañados por un error de la
aviación, y ahí nomás nos largamos cerro arriba por un sendero infernal, hasta
llegar en dos horas a una loma casi pelada donde un compañero tuvo el ojo de
descubrir una cueva tapada por las hierbas, y nos plantamos resollando después
de calcular una posible retirada directamente hacia el norte, de peñasco en
peñasco, peligrosa, pero hacia el norte, hacia la Sierra donde a lo mejor ya
habría llegado Luis.
Mientras yo curaba a Tinti desmayado,
el Teniente me dijo que poco antes del ataque de los regulares al amanecer
había oído un fuego de armas automáticas y de pistolas hacia el poniente. Podía
ser Pablo con sus muchachos, o a lo mejor el mismo Luis. Teníamos la razonable
convicción de que los sobrevivientes estábamos divididos en tres grupos, y
quizá el de Pablo no anduviera tan lejos. El Teniente me preguntó si no valdría
la pena intentar un enlace al caer la noche.
—Si vos me preguntás eso es porque te
estás ofreciendo para ir —le dije. Habíamos acostado a Tinti en una cama de
hierbas secas, en la parte más fresca de la cueva, y fumábamos descansando. Los
otros dos compañeros montaban guardia afuera.
—Te figuras —dijo el Teniente,
mirándome divertido—. A mí estos paseos me encantan, chico.
Así seguimos un rato, cambiando bromas
con Tinti que empezaba a delirar, y cuando el Teniente estaba por irse entró
Roberto con un serrano y un cuarto de chivito asado. No lo podíamos creer,
comimos como quien se come a un fantasma, hasta Tinti mordisqueó un pedazo que
se le fue a las dos horas junto con la vida. El serrano nos traía la noticia de
la muerte de Luis; no dejamos de comer por eso, pero era mucha sal para tan
poca carne, él no lo había visto aunque su hijo mayor, que también se nos había
pegado con una vieja escopeta de caza, formaba parte del grupo que había
ayudado a Luis y a cinco compañeros a vadear un río bajo la metralla, y estaba
seguro de que Luis había sido herido casi al salir del agua y antes de que
pudiera ganar las primeras matas. Los serranos habían trepado al monte que
conocían congo nadie, y con ellos dos hombres del grupo de Luis, que llegarían
por la noche con las armas sobrantes y un poco de parque.
El Teniente encendió otro cigarro y
salió a organizar el campamento y a conocer mejor a los nuevos; yo me quedé al
lado de Tinti que se derrumbaba lentamente, casi sin dolor. Es decir que Luis
había muerto, que el chivito estaba para chuparse los dedos, que esa noche
seríamos nueve o diez hombres y que tendríamos municiones para seguir peleando.
Vaya novedades. Era como tina especie de locura fría que por un lado reforzaba
al presente con hombres y alimentos, pero todo eso para borrar de un manotazo
el futuro, la razón de esa insensatez que acababa de culminar con una noticia y
un gusto a chivito asado. En la oscuridad de la cueva, haciendo durar largo mi
cigarro, sentí que en ese momento no podía permitirme el lujo de aceptar la
muerte de Luis, que solamente podía manejarla como un dato más dentro del plan
de campaña, porque si también Pablo había muerto el jefe era yo por voluntad de
Luis, y eso lo sabían el Teniente y todos los compañeros, y no se podía hacer
otra cosa que tomar el mando y llegar a la Sierra y seguir adelante como si no hubiera
pasado nada. Creo que cerré los ojos, y el recuerdo de mi visión fue otra vez
la visión misma, y por un segundo me pareció que Luis se separaba de su cara y
me la tendía, y yo defendí mi cara con las dos manos diciendo: “No, no, por
favor no, Luis”, y cuando abrí los ojos el Teniente estaba de vuelta mirando a
Tinti que respiraba resollando, y le oí decir que acababan de agregársenos dos
muchachos del monte, una buena noticia tras otra, parque y boniatos fritos, un
botiquín, los regulares perdidos en las colinas del este, un manantial
estupendo a cincuenta metros. Pero no me miraba en los ojos, mascaba el cigarro
y parecía esperar que yo dijera algo, que fuera yo el primero en volver a
mencionar a Luis.
Después hay como un hueco confuso, la
sangre se fue de Tinti y él de nosotros, los serranos se ofrecieron para
enterrarlo, yo me quedé en la cueva descansando aunque olía a vómito y a sudor
frío, y curiosamente me dio por pensar en mi mejor amigo de otros tiempos, de
antes de esa cesura en mi vida que me había arrancado a mi país para lanzarme a
miles de kilómetros, a Luis, al desembarco en la isla, a esa cueva. Calculando
la diferencia de hora imaginé que en ese momento, miércoles, estaría llegando a
su consultorio, colgando el sombrero en la percha, echando una ojeada al
correo. No era una alucinación, me bastaba pensar en esos años en que habíamos
vivido tan cerca uno de otro en la ciudad, compartiendo la política, las
mujeres y los libros, encontrándonos diariamente en el hospital; cada uno de
sus gestos me era tan familiar, y esos gestos no eran solamente los suyos sino
que abarcan todo mi mundo de entonces, a mí mismo, a mi mujer, a mi padre,
abarcaban mi periódico con sus editoriales inflados, mi café a mediodía con los
médicos de guardia, mis lecturas y mis películas y mis ideales. Me pregunté qué
estaría pensando mi amigo de todo esto, de Luis o de mí, y fue como si viera
dibujarse la respuesta en su cara (pero entonces era la fiebre, habría que
tomar quinina), una cara pagada de sí misma, empastada por la buena vida y las
buenas ediciones y la eficacia del bisturí acreditado. Ni siquiera hacía falta
que abriera la boca para decirme yo pienso que tu revolución no es más que...
No era en absoluto necesario, tenía que ser así, esas gentes no podían aceptar una
mutación que ponía en descubierto las verdaderas razones de su misericordia
fácil y a horario, de su caridad reglamentada y a escote, de su bonhomía entre
iguales, de su antirracismo ele salón pero cómo la nena se va a casar con ese
mulato, che, de su catolicismo con dividendo anual y efemérides en las plazas
embanderadas, de su literatura de tapioca, de su folklorismo en ejemplares
numerados y mate con virola de plata, de sus reuniones de cancilleres
genuflexos, de su estúpida agonía inevitable a corto o largo plazo (quinina,
quinina, y de nuevo el asma). Pobre amigo, me daba lástima imaginarlo
defendiendo como un idiota precisamente los falsos valores que iban a acabar
con él o en el mejor de los casos con sus hijos; defendiendo el derecho feudal
a la propiedad y a la riqueza ilimitadas, él que no tenía más que su
consultorio y una casa bien puesta, defendiendo los principios de la Iglesia cuando el
catolicismo burgués de su mujer no había servido más que para obligarlo a
buscar consuelo en las amantes, defendiendo una supuesta libertad individual
cuando la policía cerraba las universidades y censuraba las publicaciones, y
defendiendo por miedo, por el horror al cambio, por el escepticismo y la
desconfianza que eran los únicos dioses vivos en su pobre país perdido. Y en
eso estaba cuando entró el Teniente a la carrera y me gritó que Luis vivía, que
acababan de cerrar un enlace con el norte, que Luis estaba más vivo que la
madre de la chingada, que había llegado a lo alto de la Sierra con cincuenta
guajiros y todas las armas que les habían sacado a un batallón de regulares
copado en una hondonada, y nos abrazamos como idiotas y dijimos esas cosas que
después, por largo rato, dan rabia y vergüenza y perfume, porque eso y comer
chivito asado y echar para adelante era lo único que tenía sentido, lo único
que contaba y crecía mientras no nos animábamos a mirarnos en los ojos y
encendíamos cigarros con el mismo tizón, con los ojos clavados atentamente en
el tizón y secándonos las lágrimas que el humo nos arrancaba de acuerdo con sus
conocidas propiedades lacrimógenas.
Ya no hay mucho que contar, al
amanecer uno de nuestros serranos llevó al Teniente y a Roberto hasta donde
estaban Pablo y tres compañeros, y el Teniente subió a Pablo en brazos porque
tenía los pies destrozados por las ciénagas. Ya éramos veinte, me acuerdo de
Pablo abrazándome con su manera rápida y expeditiva, y diciéndome sin sacarse
el cigarrillo de la boca: “Si Luis está vivo, todavía podemos vencer”, y yo
vendándole los pies que era una belleza, y los muchachos tomándole el pelo
porque parecía que estrenaba zapatos blancos y diciéndole que su hermano lo iba
a regañar por ese lujo intempestivo. “Que me regañe”, bromeaba Pablo fumando
como un loco, “para regañar a alguien hay que estar vivo, compañero, y ya oíste
que está vivo, vivito, está más vivo que un caimán, y vamos arriba ya mismo,
mira que me has puesto vendas, vaya lujo...” Pero no podía durar, con el sol
vino el plomo de arriba y abajo, ahí me tocó un balazo en la oreja que si acierta
dos centímetros más cerca, vos, hijo, que a lo mejor hacés todo esto, te quedás
sin saber en las que anduvo tu viejo. Con la sangre y el dolor y el susto las
cosas se me pusieron estereoscópicas, cada imagen seca y en relieve, con unos
colores que debían ser mis ganas de vivir y además no me pasaba nada, un
pañuelo bien atado ya seguir subiendo; pero atrás se quedaron dos serranos, y
el segundo de Pablo con la cara hecha un embudo por una bala cuarenta y cinco.
En esos momentos hay tonterías que se fijan para siempre; me acuerdo de un
gordo, creo que también del grupo de Pablo, que en lo peor de la pelea quería
refugiarse detrás de una caña, se ponía de perfil, se arrodillaba detrás de la
caña, y sobre todo me acuerdo de ése que se puso a gritar que había que
rendirse, y de la voz que le contestó entre dos ráfagas de Thompson, la voz del
Teniente, un bramido por encima de los tiros, un: “¡Aquí no se rinde nadie,
carajo!”, hasta que el más chico de los serranos, tan callado y tímido hasta
entonces me avisó que había una senda a cien metros de ahí, torciendo hacia
arriba y a la izquierda, y yo se lo grité al Teniente y me puse a hacer punta
con los serranos siguiéndome y tirando como demonios, en pleno bautismo de
fuego y saboreándolo que era un gusto verlos, y al final nos fuimos juntando al
pie de la selva donde nacía el sendero y el serranito trepó y nosotros atrás,
yo con un asma que no me dejaba andar y el pescuezo con más sangre que un
chancho degollado, pero seguro de que también ese día íbamos a escapar y no sé
porqué, pero era evidente como un teorema que esa misma noche nos reuniríamos
con Luis.
Uno nunca se explica cómo deja atrás a
sus perseguidores, poco a poco ralea el fuego, hay las consabidas maldiciones y
“cobardes, se rajan en vez de pelear”, entonces de golpe es el silencio, los
árboles que vuelven a aparecer como cosas vivas y amigas, los accidentes del
terreno, los heridos que hay que cuidar, la cantimplora de agua con un poco de
ron que corre de boca en boca, los suspiros, alguna queja, el descanso y el
cigarro, seguir adelante, trepar siempre aunque se me salgan los pulmones por
las orejas, y Pablo diciéndome oye, me los hiciste del cuarenta y dos y yo
calzo del cuarenta y tres, compadre, y la risa, lo alto de la loma, el ranchito
donde un paisano tenía un poco de yuca con mojo y agua muy fresca, y Roberto,
tesonero y concienzudo sacando sus cuatro pesos para pagar el gasto y todo el
mundo, empezando por el paisano, riéndose hasta herniarse, y el mediodía
invitando a esa siesta que había que rechazar como si dejáramos irse a una
muchacha preciosa mirándole las piernas hasta lo último.
Al caer la noche el sendero se empinó
y se puso más que difícil, pero nos relamíamos pensando en la posición que
había elegido Luis para esperamos, por ahí no iba a subir ni un gramo. “Vamos a
estar como en la iglesia”, decía Pablo a mi lado, “hasta tenemos el armonio”, y
me miraba zumbón mientras yo jadeaba una especie de pasacaglia que solamente a
él le hacía gracia. No me acuerdo muy bien de esas horas, anochecía cuando
llegarnos al último centinela y pasarnos uno tras otro, dándonos a conocer y
respondiendo por los serranos, hasta salir por fin al claro entre los árboles
donde estaba Luis apoyado en un tronco, naturalmente con su gorra de interminable
visera y el cigarro en la boca. Me costó el alma quedarme atrás, dejarlo a
Pablo que corriera y se abrazara con su hermano, y entonces esperé que el
Teniente y los otros fueran también y lo abrazaran, y después puse en el suelo
el botiquín y el Springfield y con las manos en los bolsillos me acerqué y me
quedé mirándolo, sabiendo lo que iba a decirme, la broma de siempre:
—Mira que usar esos anteojos —dijo
Luis.
—Y vos esos espejuelos —le contesté, y
nos doblamos de risa, y su quijada contra mi cara me hizo doler el balazo como
el demonio, pero era un dolor que yo hubiera querido prolongar más allá de la
vida.
—Así que llegaste, che —dijo Luis.
Naturalmente, decía “che” muy mal.
—¿Qué tú crees? —le contesté
igualmente mal. Y volvimos a doblamos como idiotas, y medio mundo se reía sin
saber por qué. Trajeron agua y las noticias, hicimos la rueda mirando a Luis, y
sólo entonces nos dimos cuenta de cómo había enflaquecido y cómo le brillaban
los ojos detrás de los jodidos espejuelos.
Más abajo volvían a pelear, pero el
campamento estaba momentáneamente a cubierto. Se pudo curar a los heridos,
bañarse en el manantial, dormir, sobre todo dormir, hasta Pablo que tanto
quería hablar con su hermano. Pero como el asma es mi amante y me ha enseñado a
aprovechar la noche, me quedé con Luis apoyado en el tronco de un árbol,
fumando y mirando los dibujos de las hojas contra el cielo, y nos contamos de a
ratos lo que nos había pasado desde el desembarco, pero sobre todo hablamos del
futuro, de lo que iba a empezar cuando llegara el día en que tuviéramos que
pasar del fusil al despacho con teléfonos, de la sierra a la ciudad, y yo me
acordé de los cuernos de caza y estuve a punto de decirle a Luis lo que había pensado
aquella noche, nada más que para hacerlo reír. Al final no le dije nada, pero
sentía que estábamos entrando en el adagio del cuarteto, en una precaria
plenitud de pocas horas que sin embargo era una certidumbre, un signo que no
olvidaríamos. Cuántos cuernos de caza esperaban todavía, cuántos de nosotros
dejaríamos los huesos como Roque, como Tinti, como el Peruano. Pero bastaba
mirar la copa del árbol para sentir que la voluntad ordenaba otra vez su caos,
le imponía el dibujo del adagio que alguna vez ingresaría en el allegro final,
accedería a una realidad digna de ese nombre. Y mientras Luis me iba poniendo
al tanto de las noticias internacionales y de lo que pasaba en la capital y en
las provincias, yo veía cómo las hojas y las ramas se plegaban poco a poco a mi
deseo, eran mi melodía, la melodía de Luis que seguía hablando ajeno a mi
fantaseo, y después vi inscribirse una estrella en el centro del dibujo, y era
una estrella pequeña y muy azul, y aunque no sé nada de astronomía y no hubiera
podido decir si era una estrella o un planeta, en cambio me sentí seguro de que
no era Marte ni Mercurio, brillaba demasiado en el centro del adagio, demasiado
en el centro de las palabras de Luis como para que alguien pudiera confundirla
con Marte o con Mercurio.